P. Justo celebrando la Santa Misa en Garabandal
INTRODUCCIÓN
San Sebastián de Garabandal, la pequeña aldea cantábrica de las apariciones marianas de los años sesenta, fue testigo de miles de apariciones de la Santísima Virgen refrendadas por tantísimos signos de orden sobrenatural y prodigios.
Los signos son eso: signos. Son señales que indican otra realidad. En este caso la presencia del divino. El signo no es dado para quedarnos en él sino que apunta al mensaje que vino a darse.
Ciertamente, el primer mensaje es la presencia amorosa de la Madre de Dios y la cercanía que manifiesta mostrándose madre comprensiva y atenta al más mínimo detalle, a la menor preocupación o sufrimiento y también alegría de sus hijos.
Ella es Madre universal, de todos los hombres, y de cada uno en particular. Así la conocieron y transmitieron las niñas en Garabandal.
Pero, además de mostrarnos su imagen maternal y por ese mismo motivo, la Santísima Virgen vino a decirnos cosas muy importantes y urgentes para nosotros, para nuestra salvación, para la salvación del mundo.
Para una mejor comprensión conviene situarse en el tiempo de estas apariciones. Estamos al comienzo de la década del 60, cuando pocos meses después el Papa Juan XXIII convocará a un nuevo Concilio, el Concilio Vaticano II. Estos años son también los del comienzo del espíritu de protesta y rebelión que signarán toda la época y en los que se daban los primeros pasos hacia la cultura de la muerte, la pérdida de valores como la familia y la instrumentalización del sexo. La década del 60 es la del existencialismo y del apogeo comunista, la de la construcción del muro de Berlín y de la guerra fría, la de la crisis de misiles en Cuba y el asesinato del presidente Kennedy. También la de la contracultura del movimiento hippy y de la predominancia de las ideologías, la de la píldora anticonceptiva.
La Madre de Dios vino a hablarnos en ese tiempo, que es nuestro tiempo. Nos habló con su presencia, con sus palabras y también con signos y prodigios.
Mucho se ha escrito y dicho sobre Garabandal y muchas veces nos hemos detenido, diría excesivamente, sobre los signos. Se explica: en un tiempo como éste de gran escepticismo, donde la inmanencia desplazó a la trascendencia, donde en la misma Iglesia se ha extendido e impera el racionalismo mientras se ha pedido el sentido de lo sobrenatural, los signos han sido la respuesta que nos permite recuperar el sensus fidei. Sin embargo, signos y prodigios deben llevarnos adonde apuntan: los mensajes. Si los signos han servido para llamarnos la atención hacia lo que estaba ocurriendo en Garabandal y fueron también dados, para quien supo verlos como sobrenaturales, como sello de autenticidad de los acontecimientos; ahora, con el transcurso del tiempo, vemos que los mismos mensajes nos muestran la verdad de estas manifestaciones.
Por todo ello, conozcamos en profundidad los dos mensajes y esforcémonos en vivirlos porque estos son los que nos llevan por el camino de salvación.
MENSAJES
Veamos ahora el primer mensaje del 18 de octubre de 1961:
“Tenemos que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia, visitar al Santísimo, pero antes tenemos que ser muy buenos y si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa y si no cambiamos nos vendrá un castigo muy grande.”
“Tenemos que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia …”
Detengámonos en estas primeras palabras. Por ser primeras y por lo que implican dan idea de la urgencia y la seriedad del mensaje.
Lo primero que llama la atención son los adverbios “muchos, mucha”. Ya en Fátima la Santísima Virgen pedía sacrificios y penitencia. ¿Por qué? Lo explicará luego en el mismo mensaje. La humanidad estaba yendo muy mal, apartándose de Dios. Lo que nosotros no veíamos el Cielo sí lo veía y venía, en la persona de nuestra Madre, a advertirnos. Era un fuerte llamado de atención.
Ahora, pasados cincuenta años de Garabandal, vemos cómo las grietas que separaban al mundo de Dios se han vuelto abismos. Cómo la apostasía se ha convertido en un diluvio que envuelve la tierra y cómo los cristianos están o desapareciendo o siendo brutalmente perseguidos.
Sin embargo, la tribulación más grande de la Iglesia no viene de afuera sino de dentro, de la gravedad de los pecados cometidos, donde escándalos y apostasía de la fe, tienen un efecto devastador sobre la Iglesia de Cristo y socaban sus cimientos. El Santo Padre reclama penitencia y también lo hace recordando el tercer secreto de Fátima, tal cual fue revelado. Pide el Papa purificar la vida. Sólo los sacrificios y la penitencia, junto a la oración y sobre todo a la adoración, han de detener o mitigar las consecuencias de este caminar hacia las tinieblas.
Muchos sacrificios, mucha penitencia, dice el mensaje. Tanta es la gravedad que nuestra Madre apela, ante quienes verdaderamente la escuchan y amándola están dispuestos a satisfacer su pedido, a la toma de conciencia que sólo una vida penitente y ofrecida puede revertir la situación.
Sacrificio es hacer algo sagrado ofreciéndolo a Dios. Algo que nos pertenece y lo damos a Dios en reconocimiento de su divina majestad, de su gloria y también de su amor. En tal sentido el ayuno, por ejemplo, es un sacrificio en cuanto nos privamos de algo legítimo, como es la comida, para ofrecerlo amorosamente a nuestro Dios. Hay otras muchas maneras de sacrificar además del ayuno.
La penitencia, en cambio, es la respuesta al mal cometido en reconocimiento de ese mal y como reparación o resarcimiento del mismo. En el Antiguo Testamento leemos cómo hasta reyes vestían de saco y echaban cenizas sobre sus cabezas en signo de penitencia.
Los sacrificios y las penitencias son movimientos contrarios al hedonismo de la sociedad que sólo busca el placer del individuo. Mortificarse para la salvación de la propia alma y de otras almas es un acto de humildad y de abnegación que combaten los efectos mortales de la búsqueda egoísta del propio placer al precio de quebrantar la ley de amor de Dios.
Esas palabras, sacrificio y penitencia, son impronunciables en este mundo. Nadie quiere oirlas. Sin embargo, la Santísima Virgen, todavía busca hijos que la escuchen y respondan a su llamado. Empecemos por ofrecer sacrificios y hacer penitencia y luego ocupémonos de aumentarlos.
“(tenemos que) visitar al Santísimo …”
Se visita al Santísimo porque se reconoce la presencia verdadera, real de nuestro Señor Jesucristo en este sacramento. Se lo visita para adorarlo, reconociendo su gloria oculta pero absolutamente cierta. Se lo visita, en fin, para alabar, bendecir y dar gracias por el don infinito de su permanencia entre nosotros y también para reparar ante su presencia el mal cometido contra su divinidad y todo lo que es santo. Quien visita al Santísimo Sacramento da ante el mundo testimonio de fe y de amor hacia la Eucaristía.
La Santísima Virgen, que apareció en Garabandal como Nuestra Señora del Monte Carmelo o del Carmen, vino a llevarnos a su Hijo resaltando la presencia eucarística del Señor en medio de su Iglesia no sólo por medio de estos mensajes sino también por los gestos de adoración y reverencia que les hacía hacer a las niñas, por las comuniones místicas que recibían del ángel y por el milagro del 18 de julio de 1962 en el que la sagrada Hostia, dada por el Arcángel san Miguel a Conchita, se hizo visible en su boca.
La presencia de Jesucristo en la Santa Eucaristía es presencia real, corporal, sensible, localizable, plena, total. Es la presencia del Emmanuel, Dios con nosotros y por nosotros, que cumple su promesa de no abandonarnos, permaneciendo con nosotros hasta el fin del mundo (Cfr Mt 28:20).
Visitar al Santísimo es responder al Señor abriéndole la puerta de nuestra intimidad y entrando en la suya. “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3:20). El que adora abre la puerta de su corazón a Dios y lo hace entrar en su vida y Él le comparte el secreto de su ternura y la verdad de su misericordia.
“Venid a mí vosotros que estáis fatigados y agobiados, Yo os aliviaré” (Mt 11:28), decía el Santo Padre Juan Pablo II que esas dulces palabras reciben plena confirmación delante del Santísimo Sacramento del altar. Es Jesucristo que nos llama desde su morada eucarística a su presencia que salva, sana y consuela.
Quien adora el Pan eucarístico posee ya la gracia de la adoración, tiene en sí la vida de la gracia y conoce la gracia de la vida. Quien adora, pregusta las delicias del Cielo. Pues adora al Señor que da la vida, la vida verdadera, la vida en abundancia, la vida eterna. Adora a quien tiene el poder de recrear la vida cuando se muere a la gracia. Él es Dios, ahí presente, y nosotros lo adoramos.
“…pero antes tenemos que ser muy buenos.”
Siempre he visto en esta frase un inconfudible sello de autenticidad. La Virgen no ha pedido sólo sacrificios, penitencia y visitar el Santísimo, sino que ha agregado algo muy importante: antes hay que ser muy buenos. Si hubiera hablado de un camino de conversión muchos no la habrían entendido. Si hubiera dicho ser santos, muchos se habrían desalentados pensando que la santidad es para pocos; cuando en realidad es para todos, porque todos estamos llamados a la santidad, a colmar la capacidad de santidad que cada uno tiene de acuerdo a cómo fue creado y a su circunstancia particular. No dijo nada de eso, sino “ser muy buenos”. Todos entendemos qué quiere decir ser buenos y qué “ser muy buenos”. Todos sabemos cuándo hacemos algo que no está bien, que no es precisamente bueno a los ojos de Dios. Aunque muchas veces lo ocultemos, lo sabemos.
“Ser muy buenos” es una frase de gran alcance. No bastan las penitencias, los sacrificios, los actos de devoción si antes no hay un corazón que se deje purificar. No se puede contemplar a Dios con los ojos contaminados por el mundo. No es posible alabar a Dios y hablar con Dios con los mismos labios que profieren improperios, que mienten, que murmuran, que difaman, que calumnian. No se puede escuchar a Dios con el oído que se complace en oir maledicencias, historias sucias, palabras que ofenden al Señor, que nuestra Madre reprueba y la hace entristecer.
Los ojos deben ser claros, reflejos de un alma límpida y de un corazón puro. Los labios deben bendecir aún a aquellos que nos maldicen. El oído debe estar atento a la Palabra y al llamado del Rey y Señor nuestro.
Por ello, para ser muy buenos, debemos purificar nuestros ojos para que contemplen a Dios. La mirada no debe distraerse en las vanas cosas de este mundo y mucho menos enturbiarse en la impureza. La boca debe ser purificada como lo fue la del profeta, para hablar con Dios y de Dios. El oído debe escuchar al Señor aún cuando el ruido del mundo quiera cancelar su voz.
Somos muy buenos cuando el corazón es purificado para responder con prontitud el llamado de Dios. Este corazón nuestro tiene que ser humilde y manso como el Corazón de Cristo, para hacer su voluntad y para que amemos como el Señor quiere que amemos.
“…y si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa y si no cambiamos nos vendrá un castigo muy grande.”
La advertencia es muy seria. La gravedad del mal enquistado en la humanidad y en la misma Iglesia era ya en aquel tiempo terrible. Es la época del neomodernismo que invade la fe, que corroe la sana doctrina de la Iglesia, que vanifica la liturgia y banaliza la Eucaristía y que hará que el Concilio Vaticano II sea interpretado falsa, contrariamente a lo querido por los padres conciliares. La teología que aparace como dominante no está al servicio de la verdad, el espíritu no es el Santo Espíritu sino el del mundo. Las corrientes existencialistas y nihilistas junto al avance del marxismo en el plano político y cultural dominan el panorama. El alejamiento de la luz de la verdad, la renuncia a la trascendencia, la rebelión contra Dios invaden los espíritus y la mancha negra se va extendiendo por todo el Occidente que deja de ser cristiano. En esos años es posible identificar el nacimiento o al menos el recrudecimiento de la actual apostasía. El llamado a cambiar no admite dilaciones. La destrucción está a las puertas. Sin embargo…
Ante la sistemática negación de la Iglesia local en admitir ni siquiera la mera posibilidad de la sobrenaturalidad de los hechos. Ante el rechazo al mensaje, cuatro años después, tuvo la Madre de Dios que dar, no Ella sino el Arcángel San Miguel, el siguiente mensaje:
Mensaje del 18 de junio de 1965
“Como no se ha cumplido mi mensaje del 18 de octubre y no se lo ha dado a conocer al mundo os diré que éste es el último. Antes la copa se estaba llenando, ahora está rebosando. Muchos cardenales, obispos y sacerdotes van por el camino de la perdición y con ellos van muchas más almas. A la Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira de Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con vuestras almas sinceras Él os perdonará. Yo, vuestra Madre, por intercesión del ángel san Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación.
Pedidnos sinceramente y Nosotros os lo daremos.
Debéis sacrificaros más. Pensad en la pasión de Jesús.”
“Antes la copa se estaba llenando, ahora está rebosando.”
Cuatro años después la situación ha empeorado al punto que ha desbordado. Ya no hay cauce que detenga la precipitación del mal. Y, como veremos, no sólo en el mundo sino sobre todo en la misma Iglesia. En efecto,
“Muchos cardenales, obispos y sacerdotes van por el camino de la perdición y con ellos van muchas más almas…”
Esta parte del mensaje fue aún más difícil de aceptar por algunos miembros de la Iglesia que eran los que debían dar un juicio sobre la autenticidad de los mensajes. ¿Cómo era posible –se decía- que la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, pudiese hablar en esos términos? No se quería ver el fondo de la verdad de lo que estaba ocurriendo. Los escándalos y los gravísimos errores en la doctrina se iban expandiendo y abarcando enteras regiones.
Por paradoja de la historia hoy esta parte del mensaje es la que le da mayor credibilidad a las apariciones.
En las famosas meditaciones del Via Crucis del 2005, el entonces Cardenal Ratzinger advirtió acerca de la descomposición al interno de la Iglesia. En la novena estación dijo: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!...(Está presente en su Pasión) la traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre (comuniones sacrílegas y también había mencionado las celebraciones eucarísticas indignas), es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison Señor, sálvanos…”
En la oración, que siguió a la meditación, agregó: …“Nosotros quienes te traicionamos, no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia... Al caer, quedamos en tierra y Satanás se alegra, porque espera que ya nunca podremos levantarnos; espera que tú, siendo arrastrado en la caída de tu Iglesia, quedes abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos”.
Últimamente, Benedicto XVI estableció el Año Sacerdotal para reavivar en los sacerdotes de Cristo el amor por la misión y la fidelidad a los compromisos asumidos incluyendo la castidad. Tomó como modelo de sacerdote al Santo Cura de Ars, un humilde cura rural en la Francia anticlerical del siglo XIX que supo acoger a los pecadores y llevarlos al perdón del sacramento de la reconciliación. El modelo de sacerdote, para el Santo Padre, es el hombre de oración, adoración, amante de la Eucaristía, con amor que contagie a la parte del pueblo de Dios que le ha sido confiada y que pase mucho tiempo en el confesonario.
El Santo Padre es consciente que los mayores peligros que debe afrontar la Iglesia no vienen de afuera sino de dentro de la misma, y no sólo por los escándalos del arribismo, del dinero y del pecado contra el sexto Mandamiento, en su forma más perversa y execrable, sino –sobre todo- por el mayor de todos los peligros: la pérdida de la fe. En muchas casas de estudio y de formación la falsa teología continúa haciendo estragos provocando, en el mejor de los casos, confusión cuando no abierto escepticismo en jóvenes píos y creyentes. En seminarios, psicólogos y sociólogos han tomado el lugar del director espiritual. En universidades católicas muchas son las cátedras que sirven a corroer la fe insinuando incertezas. Sobre todo, a través de estudios de la Biblia que tratan a la Palabra de Dios no como inspirada por el Espíritu Santo sino como un cadáver a diseccionar. Mientras se exponen meras conjeturas como si fuesen verdades inapelables por provenir de un saber supuestamente científico, a los dogmas de la fe se los pone solapadamente o incluso abiertamente en duda. Por ejemplo, en esas universidades, algunas pontificas, se cuestiona la verdad histórica de la Resurrección y hasta se pone en duda la misma divinidad de Jesucristo. El llamado método histórico-crítico es, para esta teología, la única medida de la verdad y evidencia
“A la Eucaristía cada vez se le da menos importancia. Debéis evitar la ira de Dios sobre vosotros con vuestros esfuerzos. Si le pedís perdón con vuestras almas sinceras Él os perdonará.”
La Eucaristía es el tesoro de la Iglesia, es el don infinito que el Señor hizo de sí mismo. La Eucaristía hace a la Iglesia y no hay Iglesia sin Eucaristía. Toda la vida espiritual de la Iglesia reconoce su fuente y su cúlmine en la Eucaristía.
La Eucaristía es signo sacramental de la Presencia del Señor, de su Sacrificio y de Comunión en el Banquete místico. Todas esas dimensiones están íntimamente unidas. La presencia alude a la presencia única, real, verdadera, substancial de la Persona divina de Cristo. El único sacrificio del Gólgota se vuelve a hacer presente, es decir se hace actual, en el momento de la celebración cuando su cuerpo es entregado y su sangre derramada por nosotros.
Por la Eucaristía nos unimos íntimamente, en comunión, con Dios y entre nosotros a través suyo.
Con bellísimas palabras el entonces Cardenal Ratzinger iluminaba el misterio diciendo: “¿Qué sería de nosotros sin la Eucaristía?
No habría Iglesia, no habría sacramento, no habría sacerdocio, no habría presencia, esa presencia única de la Persona de Cristo, no habría sacrificio redentor”.
“... El sacerdote abre el cielo para que Cristo venga a la tierra.
El sacerdote no obra por sí mismo sino que se ha revestido de Cristo y no sólo por fuera sino también y sobre todo por dentro. El Señor ha tomado posesión de él y él no se pertenece, por eso el Señor actúa y obra por medio del sacerdote”.
“El Señor está presente y pronuncia por boca del sacerdote las palabras santas que transforman cosas terrenas en un misterio divino”.
“…La Misa no es sólo un banquete. El sacrificio se hace presente en la Misa. Él se hace presente”.
“El sacrificio del amor de Dios que rasgó el velo del templo, que partió en dos el muro que separaba a Dios y el mundo, eso es la Misa. Este es el acontecimiento de la Eucaristía. Esta es su grandeza.
La redención se hace presente porque el amor crucificado se hace presente.
La lanza del soldado romano penetró en lo hondo del Corazón de Dios. Cristo ha rasgado el cielo en la hora de la cruz y siempre lo vuelve a rasgar en la hora de la santa Eucaristía”.
El Señor nos dio la Eucaristía en la Última Cena para que fuera celebrada y contemplada. Pues, ¿qué ha estado ocurriendo, sobre todo desde el momento que la Santísima Virgen nos dio este mensaje? Que a la Eucaristía se la banalizó, se la degradó a un mero banquete convival protestantizado, de carácter puramente horizontal, donde la presencia, por la vanificación litúrgica, se volvía (aunque no se lo dijera) simbólica. Se perdió el estupor del misterio, se perdió la dimensión contemplativa alegando que la Eucaristía fue dada para ser comida y no adorada, cuando la Santa Misa es en sí mismo el acto más sublime de adoración. El Santo Padre más de una vez ha recordado las palabras de san Agustín: “Que nadie coma de esa carne (que nadie comulgue) sin antes adorarla.. porque si no la adorásemos pecaríamos”.
La Eucaristía y el sacerdocio, ambos don y misterio que nos dejó el Señor antes de su Pasión, se reclaman mutuamente. Nacieron juntos y van juntos: no hay sacerdocio sin sacrificio eucarístico ni Eucaristía sin sacerdocio ministerial. Por eso, también, a medida que se da menos importancia a la Eucaristía decae el sacerdocio y se va degradando. Se degrada por la mala práctica, consecuencia de la aludida mala teología y por la contaminación litúrgica que horizontalizó la celebración desplazando el centro, que es y debe ser siempre Dios, hacia el sacerdote y los fieles. Así se ha ido perdiendo toda dimensión de trascendencia, toda reverencia y estupor ante el misterio llegándose, en muchas partes del mundo, a la anarquía del culto. El sacerdote se volvió protagonista, el sagrario se ocultó, los altares de pasar a ser la parte más alta fueron rebajados. Algunas iglesias parecen más un anfiteatro que una iglesia. En definitiva, “las cosas sagradas fueron dadas a los perros y las joyas echadas a los cerdos” (Mt 7:6).
Quienes están por esas reformas son los mismos que se burlan de quienes sostienen, con todo el peso de las Sagradas Escrituras y del Magisterio, que Dios es Justo y temible su justicia. “La ira de Dios”, dicen, es un cuento para asustar almas crédulas y temerosas. Se ve lo diabólico de este plan que, por una parte, hace vano el misterio, quitándole a la Eucaristía su dimensión sacrificial y por tanto salvífica y desconociendo la presencia real del Señor, al mismo tiempo que degrada el ministerio sacerdotal volviendo la santa Misa una mera mesa de comunión fraterna. De ese modo se ofende a Dios no rindiéndole el culto con la reverencia y unción debidos y, al mismo tiempo, desacredita la vía del arrepentimiento porque Dios, aseguran, no se puede ofender en razón de su impasibilidad y porque además es misericordioso. Trágica falacia que conduce a la perdición eterna.
La Madre de Dios nos urge a iniciar un verdadero camino de conversión exhortándonos a arrepentirnos, a honrar y adorar la Sagrada Eucaristía y a pedir el perdón de Dios sabiendo que es Justo y que nosotros podemos sólo ofrecer como mérito propios su infinita misericordia.
“Yo, vuestra Madre, por intercesión del ángel san Miguel, os quiero decir que os enmendéis. Ya estáis en los últimos avisos. Os quiero mucho y no quiero vuestra condenación.”
El tiempo que queda para que se manifiesten grandes acontecimientos es muy breve. En rigor de verdad, estos acontecimientos ya han comenzado. Basta sólo querer ver la apostasía general, la rebelión de las naciones contra la Ley de Dios, la persecución a los cristianos que no es otra cosa que la guerra al Cordero, la gran oscuridad que se cierne sobre el mundo. Pero, el Señor no nos deja solos. Él prometió que estará con nosotros hasta el fin del mundo y que las puertas del Infierno no prevalecerán sobre su Iglesia (Cfr Mt 28:20 y Mt 16:18).
La verdadera Iglesia es perseguida y deberá ocultarse pero aunque en algún momento parezca que ha desaparecido no desaparecerá. Este es el tiempo también que el Cielo se hace presente a través de estas apariciones marianas para advertirnos y también para consolarnos con la presencia maternal y tan cercana de la Madre de Dios. Este es el tiempo que quiere el Señor que el don inefable e infinito de la Eucaristía sea más conocido, amado, adorado y en adoración perpetua. La adoración que no termina, la adoración perpetua, es la gracia sobreabundante en momentos en que el pecado todo lo invade, la perversión se impone por leyes y las tinieblas envuelven la tierra.
La Santísima Virgen nos ofrece su protección especial. Recordamos que vino a Garabandal como Nuestra Señora del Carmen. Bajo idéntica advocación se había mostrado en Fátima, el 13 de Octubre de 1917, cuando finalizó la serie de apariciones a los tres pastorcitos. Y ya anteriormente, en Lourdes, la última aparición fue un 16 de julio, día de la Virgen del Carmen. Estas no son meras coincidencias sino signos.
En esta antigua advocación, la del Monte Carmelo, la Santísima Virgen ofrece el escapulario como señal de su protección y prenda que nos asegura el Paraíso. El escapulario no es un talismán sino el sello de un pacto de amor.
Ella vino y viene a protegernos con la condición que la escuchemos y hagamos lo que nos pide hacer.
Por eso, el escapulario es signo también de nuestra entrega, nuestra consagración a la Madre de Dios. Signo que estamos dispuestos a enmendarnos y cambiar de vida haciendo un camino de conversión cuya meta es el encuentro con Dios.
El escapulario que nos ofrece es acogido en la medida que lo son sus mensajes. Revestirnos de la protección y la guía de la Santísima Virgen y merecer su promesa implica comprometernos a vivir sus mensajes de sacrificio, penitencia, vida sacramental.
“Pedidnos sinceramente y Nosotros os lo daremos.
Debéis sacrificaros más. Pensad en la pasión de Jesús.”
Palabras éstas de gran consolación. El Señor no rechaza un corazón sincero y humillado, un espíritu quebrantado no lo desprecia (Cfr. Sal 51). La Santísima Virgen habla en plural porque es Ella nuestra Abogada y Medianera de todas las gracias.
La contemplación profunda de la Pasión del Señor debe llevarnos a sacrificarnos más, a imitar su amor.
Contemplar, meditar, hacerlo como la Virgen que todo lo guardaba en su corazón (Cfr Lc 2:19;51).
Contemplar es tocar el Corazón traspasado de Jesucristo, es tocar sus llagas con nuestra fe. Cuando nosotros meditamos y nos adentramos en la profundidad del misterio del Dios hecho hombre muriendo en la cruz y comenzamos a vislumbrar toda la anchura, la altura y la profundidad de este amor, somos transformados. Lo somos porque el Señor toca nuestras heridas, las que son producto del pecado, propio o de otros, y somos transformados de gracia en gracia.
Al fijar nuestra mirada contemplando al Crucificado conocemos a Dios: “Así es Dios. Éste es Dios”. Porque “quien ha visto al Hijo ha visto al Padre” (Cfr Jn 14:9). Y somos sanados. “Por sus llagas somos sanados” (Is 53:5). Cristo nos muestra sus llagas gloriosas que nos hablan de su amor y nos enseña qué significa amar.
En la Eucaristía celebrada, memorial de su Pasión, recordamos el precio de nuestra salvación y el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, y en la adoración al Santísimo nos ponemos ante la presencia real, verdadera, única, tangible, corpórea de Cristo en la Eucaristía, es decir ante Cristo mismo que nos consuela, que nos sana, que nos da la vida verdadera y nos llena de paz. Es Dios que se hizo no sólo hombre sino pan para darnos la vida eterna.
Meditando la Pasión del Señor recibimos la luz para reconocer nuestros pecados y encontrarnos en la confesión con el perdón del Señor en el sacramento de la reconciliación. Con el perdón que nos libera y nos vuelve capaces de recibir las gracias. Meditando su Pasión comprendemos el valor infinito del sacrificio de Cristo y la unión total con el de su Madre Santísima en la cruz y porqué Ella es verdadera Madre nuestra, que busca nuestra salvación llevándonos a su Hijo. Por medio de la meditación recibimos la fuerza para llevar Cristo, el único Salvador, al mundo y para resistir los ataques y persecuciones a los que seremos expuestos.
Como decía aquel gran adorador y predicador que fue Mons. Fulton Sheen: “Tendrás que combatir muchas batallas, pero no te preocupes porque al final ganarás la guerra ante el Santísimo Sacramento”.
P. Justo Antonio Lofeudo mss
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