“Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia.
Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser
buenos. Y si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa y,
si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande”.
La
Virgen quiere que lo hagamos para que Dios no nos castigue.
Testimonio de Marichu
Herrero
(testigo ocular
de ese día del primer Mensaje)
Marichu Herrero
tiene de este día recuerdos inolvidables que ella vivió
personalmente.
Dice
Marichu:
El 18 de octubre de
1961 amaneció lloviendo a cántaros en toda la provincia de Santander. Nosotros
salimos a buena hora de la capital de la Montaña, y ya en el alto de Carmona,
pequeño puerto de unos seiscientos metros de altura, tuvimos que ponernos en
caravana, una larguísima caravana de coches, que nos precedían, y que sin duda
iban, como nosotros, hacia San Sebastián de Garabandal.
La lluvia, que no
paraba, había convertido todo el camino de subida a Garabandal en un lodazal.
Sosteniendo en una mano el paraguas y manteniendo libre la otra para los
resbalones, emprendimos la marcha a pie. Había trayectos en que lograbas dar un
paso, y luego, por el suelo resbaladizo, retrocedías, a lo mejor, dos.
Recuerdo aquella
ascensión como un verdadero camino del Calvario, buen símbolo del sacrificio y
la penitencia que se nos iban a pedir a todos con el mensaje. ¡Más de tres horas
duró nuestra penosísima marcha, a pesar de que la quisimos acortar tomando un
atajo, que luego nos resultó bastante más duro que el acostumbrado camino!.
Llegamos hacia la
una y media de la tarde. La muchedumbre lo invadía todo en espera del
"acontecimiento". Porque yo creo que todos esperábamos no sé qué, algo
verdaderamente extraordinario; confieso que yo también lo esperaba, a pesar de
que pocos días antes me habían advertido Loli y Jacinta, que no había qué
esperar "milagro" alguno, porque a ellas lo único que les había dicho la Virgen
era que tenían que hacer público el mensaje, según tantas veces habían
anunciado.
Al ver cómo esta
todo, me lamenté de no haber ido a misa antes de salir de Santander. Entonces
alguien me dijo: "Vete a la iglesia, que están celebrando misas, casi sin
interrupción, desde esta madrugada". Corrí, bueno, quise correr, pues era tal la
aglomeración, que con dificultad pude ir abriéndome paso hasta la
iglesia.
Efectivamente, se
estaba celebrando una misa, era la última, pues se acababa el tiempo hábil; me
quedé asombrada de la cantidad de religiosos y sacerdotes que había allí. Me
alegré de no quedarme sin misa, pues aunque no era día de precepto, tenía algo
de distinguido, por celebrarse la fiesta de San Lucas, el evangelista que más
nos ha hablado de la Virgen.
Al llegar al pueblo
y junto a la casa de Ceferino, desde debajo del paraguas levanté los ojos y
percibí a Loli detrás de su ventana, en la planta de arriba. Nos miraba a todos
con esa su mirada, tan transparente, tan pura, y parecía no admirarse mucho de
las multitudes que no cesaban de llegar.
Poco después me
encontré con Elena García Conde, de Oviedo, que me dijo: Estoy impresionada.
Hablé antes con Loli y ella, de pronto, exclamó: "¡Ay!, Si supieran quién está
hoy aquí, entre ellos". ¡Lo ha dicho de una manera impresionante!. Por favor,
Marichu, pregúntale tú, a ver de quién habla.
Divisé a don
Valentín el párroco; iba de un lado para otro, ajetreadísimo, nervioso. En una
de sus pasadas, me acerqué a él, y después de los saludos, se desahogó en
seguida: ¡Dios mío! No sé lo que va a pasar aquí. Estoy verdaderamente asustado
de toda esta multitud. ¡Y que no les va a gustar el mensaje!".
-- ¡Ah! Pero ¿usted
ya conoce el mensaje?.
-- Sí, desde ayer
por la tarde, que me lo dio Conchita.
-- ¿Y qué
dice?.
-- Hay que aguardar.
Tienen que leerlo ellas esta tarde. Pero no sé, a mí me parece, no sé, me parece
como pueril, como de niño pequeño. Estoy muy preocupado, por la gente, que no sé
qué espera.
Aproveché la ocasión
para preguntarle lo de Loli. ¿A quién podría referirse la niña con esas
enigmáticas palabras?.
Se quedó
desconcertado de momento; guardó silencio unos instantes, como pensando, y luego
me dijo: No sé; pero bien pudiera tratarse de San José, como hoy es miércoles.
Entonces fui yo la desconcertada, pues no sé por qué había pensado que la
persona misteriosa de que hablaba Loli bien podía ser el P. Pío de Pietrelcina,
el conocidísimo y veneradísimo capuchino de las llagas.
También San José
está presente como Patrono y protector de la Iglesia universal a quién la
Iglesia le reza:
A vos,
bienaventurado San José, acudimos en nuestra tribulación, y después de implorar
el auxilio de vuestra Santísima Esposa, solicitamos también confiadamente
vuestro patrocinio. Volved benigno los ojos a la herencia que con su sangre
adquirió Jesucristo. Apartad de nosotros toda mancha de error y de corrupción.
Asistidnos propicio desde el Cielo, fortísimo libertador nuestro, en esta lucha
con el poder de las tinieblas. Y como en otro tiempo librasteis al Niño Jesús
del inminente peligro de la vida, así ahora defended a la Santa Iglesia de Dios
de las asechanzas de sus enemigos y de toda adversidad.
El tiempo seguía
empeorando, y la gente se cobijaba como podía en las casas y bajo los
soportales. Hay que reconocer que los vecinos del pueblo se portaron con la
gente lo mejor que pudieron. Y tuvieron que ejercitar no poco la caridad y la
paciencia, pues la multitud, que todo lo inundaba, les estropeó sus sembrados,
les machacó mucha hierba. A pesar de las considerables pérdidas que todo esto
suponía, no oí quejarse a nadie, ni promover alborotos. ¡Podíamos aprender!.
El cielo parecía
ensañarse con nosotros. A la lluvia, constante y fuerte, empezó a unirse un frío
horrible, que culminó en una granizada y que hacia las cinco o seis de la tarde
se convirtió en agua-nieve.
Aunque encontré
refugio en una casa, donde me dieron de comer, no podía sustraerme al ambiente
de las calles y callejas, animadísimas, en las que podían oírse diversos
idiomas, aunque predominando, naturalmente, el español.
El comportamiento
del público no era uniforme. Había bastantes mujeres que se portaban mal:
bebían, estaban disipadas, sin espíritu de oración y algunas hasta se reían de
lo que pudiese suceder, quitándole importancia o atribuyéndolo al demonio. Los
hombres, en general, mostraban mayor respeto; y también los jóvenes, que se
encontraban allí en gran número.
Era fácil comprobar
que quienes habían subido con buena fe, estaban contentos, animados, con las
mejores esperanzas; rezaban, y no se cuidaban mucho de las inclemencias del
tiempo. Y, probablemente, muchos de ellos ni siquiera habían comido.
Ante cada una de las
casas de las niñas videntes estaban apostadas parejas de la Guardia Civil a
caballo, impidiendo la entrada de los innumerables curiosos que buscaban a toda
costa conocer, hablar y besar a las niñas, verdaderas protagonistas de aquella
concentración a escala internacional. En la única casa en que yo logré entrar
fue en la de Jacinta, cuya madre, María, me apreciaba, y fue conmigo de una
gentileza que nunca podré olvidar.
Conchita, al hablar
en su diario de la aparición del día 4 de julio, tercera aparición de la Virgen,
escribe:
La Virgen, siempre
sonriendo, lo primero que nos dijo fue: "¿Sabéis lo que quería decir el letrero
que traía el ángel debajo?", y nosotros exclamamos a la vez: "¡No, no lo
sabemos!" Y dice Ella: "Quería decir un mensaje, que os lo voy a decir, para que
el 18 de octubre lo digáis vosotras al público", y nos lo dijo. Es lo
siguiente...
Luego nos explicó
qué quería decir el mensaje y cómo lo teníamos que decir nosotras en el portal
de la iglesia y que se lo dijéramos a don Valentín, para que lo dijese él en los
Pinos a las diez y media de la noche.
Oscureció muy
pronto; no sólo porque a mediados de octubre los días son ya notablemente
cortos, sino también porque el cielo estaba del todo encapotado. A eso de las
ocho, don Valentín ya no fue capaz de resistir más a las presiones de los
comisionados y fue en busca de las niñas, para hacer las cosas, no según las
instrucciones que ellas habían recibido, sino a tenor de lo que ellos acababan
de acordar. Se suprimiría lo del portal de la iglesia y todo se haría
rápidamente en los Pinos.
La voz corrió en
seguida por todos los grupos: "¡A los Pinos!, ¡A los Pinos!", y hacia allá
empezó a moverse la masa, bastantes estaban ya allí, bajo el terrible
aguacero.
Marchábamos a
trompicones en la oscuridad, chapoteando en una especie de riada de lodo,
piedras y palos que bajaba de la vertiente de los Pinos; nos caíamos, rodábamos
a veces, gateábamos echando mano a las piedras grandes del suelo o a las zarzas
de las orillas. Y a pesar de tantas caídas y trompicones, no supe de nadie que
se rompiera un hueso o se lastimara en lo más mínimo. ¿No le parece asombroso?.
Debo confesar que yo
acabé la subida de bastante mal humor. Entre el miedo que me causan las
multitudes desordenadas, la lata que me dieron a lo largo del trayecto,
preguntando y preguntando sin cesar, y la contrariedad de no encontrar allí un
puesto a gusto, me fui enervando notablemente. Por fin, me situé arriba de los
Pinos, como a unos setenta metros de ellos, en la pendiente de la derecha; la
multitud me impedía acercarme más. No se veía del todo mal, porque había muchas
linternas encendidas.
Al cabo de un rato,
de improviso, entre una multitud que las envolvía, y protegidas por varias
parejas de guardias a caballo, aparecieron a cierta distancia las cuatro
frágiles siluetas de las niñas. Cuando ya estuvieron arriba, el agua-nieve que
nos calaba y casi cegaba, dejó de caer; las nubes negras y bajísimas empezaron a
ser barridas por un vendaval, y apareció la luna. Una luz pálida iluminó
entonces los Pinos y al grupo de guardias, niñas, sacerdotes, etc., que estaban
bajo mi punto de observación. Confieso que aquello me resultó de pronto
verdaderamente impresionante.
Las niñas dieron a
don Valentín el pobre papel del mensaje, estaba firmado por las cuatro: Debajo
del nombre, cada una había puesto su edad: Conchita González, doce años. María
Dolores Mazón, doce años. Jacinta González, doce años. Mari Cruz González, once
años, porque según las instrucciones de la Virgen, él debía ser quien lo
proclamara en los Pinos.
Pero don Valentín,
dice Conchita en su diario, lo "leyó para él solo, y después que lo leyó, nos le
dio a nosotras, para leerle; y le leímos las cuatro juntas".
Yo distinguí
claramente la voz infantil de Conchita leyendo el mensaje. Después, porque a
las niñas no se les había oído bien, repitieron la lectura en voz alta dos
hombres.
Durante las
explicaciones del mensaje que la Virgen les fue dando a las niñas, se les mostró
una gran copa, dentro de la cual caían espesas gotas de tonalidad oscura, como
de sangre. Las gotas de sangre significan los pecados, las ofensas a Dios y el
sufrimiento de Dios por los pecados. Por ello la Virgen pide Oración, Penitencia
y Reparación. Cuando la Virgen hablaba de la copa y del castigo, se oscurecía su
semblante y se apagaba notablemente su voz.
Cuando acabó la
lectura del Mensaje en los Pinos, mis amigas se empeñaron en volver en seguida y
de prisa a Santander, sin detenernos más en el pueblo y así me perdí algo que
por lo visto fue maravilloso: cuando las niñas bajaban de los Pinos, con la
Guardia Civil, y la multitud asediándolas, al llegar al "cuadro", entraron
súbitamente en éxtasis; dándose la vuelta, empezaron a mirar hacia los Pinos,
pues su visión venía de allí, y andando hacia atrás bajaron al pueblo. Creo que
todo acabó ante las puertas de la iglesia; y me han dicho que fue de verdad
maravilloso.
Yo bajé con la
multitud, y como muchos, en parte descontenta y en parte impresionada. Ya no se
oía, como a la subida, a grupos que rezaban el rosario o cantaban himnos.
Por debajo del
pueblo es cuando empecé a sentir más miedo; la avalancha de gente bajaba con
prisas, a toda velocidad, resbalando por el barro y empujando. Para que no
faltara nada, se desencadenó una tormenta como no he visto. Los truenos
retumbaban atronadores por aquellos valles, y los rayos caían sin cesar,
cegándonos de luz. ¡Cuánto invoqué a San Miguel!.
Como me resbalaba y
perdía el equilibrio, y temía que la gente acabara pisoteándome, me senté en el
suelo, a un lado del camino, abrumada por el miedo. Dos hombres, cuyo rostro no
pude reconocer por la oscuridad, me tomaron cada cual por un brazo, y así pude
llegar hasta Cosío. No sé quiénes serían; pero de todo corazón digo: ¡Que Dios
se lo pague!. El último kilómetro tuve que hacerlo descalza sobre aquel lodazal
de piedras sueltas; se me rompieron los zapatos y tuve que tirarlos. Sin
embargo, crease milagro o no, no sufrí el menor roce en mis pies, se me quedaron
tan intactos como si hubiese bajado sobre una alfombra.
Cuando a hora muy
avanzada de la noche me encontré al fin en mi cuarto de Santander, lloré
desconsolada. Me parecía que Garabandal había terminado para siempre. Yo no
podía dudar de la verdad de las apariciones que había presenciado; me hubiese
dejado matar por defenderlas. ¿Qué había pasado entonces en aquel decepcionante
18 de octubre?. ¿Es que habíamos defraudado a la Virgen, y ya no volvería?. Me
partía el alma este pensamiento, y así fue aquella noche para mí una verdadera
"noche oscura", quizás la única en lo que se refiere a Garabandal.
Dos días después, el
20, se le oyó a Jacinta en éxtasis: Ya no nos cree nadie, ¿sabes?... Así que ya
puedes hacer un milagro muy grandísimo para que vuelvan muchos a creer..." La
respuesta de la Virgen fue sonreír y decirle: "Ya creerán".
Estoy segura de que
ese 18 de octubre tiene que estar plagado de anécdotas interesantes y más o
menos inexplicables. De una cosa no puedo dudar: que los Ángeles del Señor
tuvieron que velar sobre cada uno de nosotros, para que, como dice el salmo, "no
tropezarán nuestro pies contra las piedras del camino". Creo que todos volvimos
ilesos a casa; yo, por lo menos, no he sabido nunca de ningún accidente. Y esto
me parece un grandísimo milagro.
Todo lo de aquel día
se me ha quedado profundamente grabado en la memoria, dándome la imagen de un
día de ilusión y de penitencia, quizá pálida imagen de lo que pueda ser el día
del "Aviso", pues todo en el ambiente parecía estar para probarnos, y realmente
fue una jornada de purificación. Nunca cosa alguna me ha dado tanta impresión
del temor de Dios como lo sucedido en aquel día.
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