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martes, 26 de junio de 2012

Testimonio de un sacerdote


México, D.F., a 1° de mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Me dirijo a ustedes, mis compañeros y compañeras en este grupo de oración, en torno a los mensajes que Dios y su Madre Santísima quieren que conozcamos, a través de María de la Divina Misericordia.

Al comienzo del Mes de María, quisiera compartirles una experiencia que tuve hace casi 50 años y que aún sigue muy viva en mi corazón.

En los mensajes recibidos por María D. M., aparece en tres ocasiones la palabra “Garabandal” (ver los mensajes del 1 ene 2011, 19 feb 2011, y 31 may 2011). En el último de ellos, Jesús nos decía lo siguiente: “Las profecías dadas en Garabandal, ahora llegarán a ser una realidad. Prepárense para ese evento, pues sólo quedan unos pocos meses para preparar sus almas”. El primer evento extraordinario que está por llevarse a cabo es el Aviso, del cual nos habla con tanta frecuencia Jesús y su Madre. Desean vivamente que nos preparemos y les ayudemos a salvar almas, de modo que todos los hijos de Dios respondamos, con arrepentimiento y fe, a su Misericordia infinita, que experimentaremos de una manera extraordinaria en ese encuentro personalísimo con Jesucristo.

El próximo 18 de julio se cumplen 50 años de otro evento extraordinario, aunque de escala menor que el Aviso. Se trata del “milagruco” que tuvo lugar en Garabandal.

Efectivamente, en un pequeño pueblecito de la provincia de Santander (actual Cantabria), llamado San Sebastián de Garabandal, una niña de 13 años (Conchita González) recibió ese día de 1962 la Sagrada Comunión —de manera visible—, administrada por el Arcángel San Miguel. Unas pocas decenas de personas fuimos testigos de ese suceso.

Habían pasado las 12 de la noche, aunque estrictamente —según la hora solar— seguía siendo el miércoles 18. Conchita, desde hacía varias semanas, había recibido avisos del Cielo que la preparaban a aquel hecho singular; es decir, ella sabía que recibiría la Comunión de aquella manera fuera de lo común. En realidad, durante el tiempo en que duraron las apariciones de la Virgen (1961-1965) en varias ocasiones, las niñas videntes, tuvieron la ocasión de recibir la Comunión administrada por San Miguel. Esto sucedía cuando el sacerdote del pueblo, por alguna razón de su ministerio, no estaba en San Sebastián de Garabandal.

Aquel 18 de julio era fiesta en toda España: aniversario del Alzamiento Nacional, en la guerra civil de 1936 a 1939. Como es natural, había mucho alboroto: música, juego de bolos, gritos de los mozos del pueblo, etc. Algunos de los que pacientemente esperábamos en un descampado junto a la casa de Conchita, que estaba a las afueras del pueblo, decían que, con tanto ruido, el milagro no se llevaría a cabo. Pero no fue así. Gracias a Dios, papá, mamá y la pequeña tropa que les acompañaba (soy el mayor de siete hermanos), tuvimos la suficiente paciencia para no desesperarnos. 

Poco tiempo después de las 12 de la noche, Conchita salió de su casa con paso rápido y en éxtasis, hacia la calleja que estaba, al salir, a la izquierda. Los más jóvenes del grupo que esperábamos fuera, la seguimos —corriendo— y, en la mitad de la calleja, vimos cómo Conchita caía de rodillas. Tenía en la lengua una Sagrada Forma de color blanco, que mantuvo fuera de la boca unos pocos segundos. Fueron suficientes para que quienes estuvimos ahí pudiéramos dar luego testimonio de aquel “milagruco”. Conchita le llamaba así a aquel milagro, porque decía que el verdadero Milagro, que le anunció la Virgen para después del Aviso, vendría más tarde.

He de aclarar que Conchita y yo somos de la misma edad: le llevo exactamente 18 días. Esta circunstancia, tenía para mí un significado especial. Una chica de mi edad, veía a la Virgen y escuchaba mensajes suyos, para todo el mundo. Bastantes veces, durante aquel verano, vi en éxtasis a Conchita y a las otras niñas (Mari Loli, Jacinta y Mari Cruz). Tenían la cara iluminada y sonreían. A veces escuchaban asintiendo a lo que oían y otras veces movían los labios y hablaban con Nuestra Madre de las cosas más ordinarias de su vida. Tenían fija la mirada y dirigida hacia arriba. El éxtasis podía durar pocos o bastantes minutos. Unas veces las vi correr por las callejas empedradas del pueblo. Otras, rezar el piadosamente Rosario en la iglesia. En una ocasión vi como una tomaba a otra por los tobillos y la subía hacia arriba para que la Virgen la besara al despedirse. Aunque presenciábamos cosas extraordinarias, todo resultaba sencillo y familiar. Experimentábamos muy de cerca la presencia de Dios y de su Madre.

Recuerdo una ocasión en la que, en la casa de Conchita, unas pocas personas esperábamos que tuviera un éxtasis, pues así se lo había anunciado previamente la Virgen (Conchita decía que había tenido un “aviso”). Charlábamos con ella y con su madre cuando, de repente, Conchita cayó de rodillas, olvidada de todo lo que estaba a su alrededor. Ese día, Conchita ofreció a Nuestra Señora la medalla escapulario que llevaba y que aún conservo como una reliquia.

Me impresionaba especialmente que, cuando Conchita y las demás niñas no estaban en éxtasis, eran unas chicas sencillas, tímidas, y de pocas palabras. Durante el éxtasis se transformaban, como ya he dicho.

Estas experiencias dejaron una honda huella en mi alma. En el primer mensaje de la Virgen, Nuestra Señora había dicho a las niñas lo siguiente: "Hay que hacer muchos sacrificios, mucha penitencia. Tenemos que visitar al Santísimo con frecuencia. Pero antes tenemos que ser muy buenos. Si no lo hacemos nos vendrá un castigo. Ya se está llenando la copa, y si no cambiamos, nos vendrá un castigo muy grande” (18 de octubre de 1961). Además de estas palabras, también oí hablar entonces, sobre el Aviso y el Milagro, que anticiparían el Castigo (o Purificación), y que eran un gran regalo de Dios al mundo, para que nos convirtiéramos.

A partir de entonces, me tomé más en serio mi vida cristiana. Comencé a Comulgar y a asistir a Misa casi todos los días. Me confesaba con frecuencia. Rezaba el Rosario casi diariamente (muchas veces con mis padres que lo rezaron todos los días desde que se casaron, en 1946, hasta el final de su vida). Además, en esa época, gracias a la experiencia de Garabandal, comenzó a crecer mi fe, que se hacía más madura con el estudio. Percibía con más claridad el Amor de Dios y la necesidad de darlo a conocer a los demás. Todo eso me llevó, en pocos años, a una decisión de entrega total al Señor y luego a descubrir mi vocación al sacerdocio.

El 18 de julio del año pasado (2011), aunque me había desconectado casi por completo de lo que sucedía en torno a Garabandal, recordé con nostalgia lo que había vivido en 1962, y que había sido tan importante para mí. Busqué en Internet si había algo nuevo sobre esas  apariciones marianas, y me llevé una gran sorpresa. Leí deprisa el libro de Antonio Yagüe (Garabandal, 50 años después) y, al poco tiempo descubrí los mensajes de Jesús, a través de María de la Divina Misericordia.

No hace falta decir que los he leído todos, con un asombro cada vez mayor, por su verdad y seguridad doctrinal, su sencillez, su piedad y su autoridad que sobrecoge. Me parece que todas estas características exteriores, acompañadas por la gracia del Espíritu que se percibe en el corazón al leerlos y meditarlos, son pruebas muy fuertes de su autenticidad. Personalmente, doy testimonio de que me han ayudado mucho a orar más y mejor (oración contemplativa y también vocal, con las Cruzadas de Oraciones), y a tener un celo apostólico y un deseo más vivo por colaborar intensamente con el Señor por la salvación de todos los hombres.

Cada uno tenemos nuestra vocación personal y hemos de santificarnos donde la Providencia Divina nos ha colocado. Pero, indudablemente, es una gran gracia poder recibir ahora, estos impulsos tan fuertes del Señor, que os invitan a escucharle y a seguirle fielmente en todo lo que nos pide.

Con gusto, les mando —a todos y a todas— un saludo afectuoso, junto con mis oraciones y mi bendición de sacerdote,



P. Víctor C. S.

Foto: Garabandal 1962, (Conchita)