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viernes, 26 de diciembre de 2014

NACIMIENTO DE JESÚS - MARÍA VALTORTA

El viaje a Belén

(Escrito el 5 de junio de 1944 - Maria Valtorta)



Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.
El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “ Baja pronto, ¡que hace frío! “. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.
María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.
María lo mira. Le sonríe. Le contesta: « No. » A la tercera vez añade: « Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho. »
« ¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata. »
Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.
« ¿ Tienes frío? » pregunta José, porque sopla el aire. « No. Gracias. »
Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.
Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.
« Dios os bendiga» dice María. « A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti. »
« ¿ Venís de lejos? »
« De Nazaret» responde José.
« ¿Y vais?»
« A Belén. »
El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer? »
« Sí. »
«¿ Tenéis a donde ir? »
« No. »
« ¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar? »
« No muy bien. »
« Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe. »
« Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: « La paz sea contigo. »
Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arribo y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.
« Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada… »
« No. Pensaba yo… estoy pensando… » María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: « Estoy pensando que el momento ha llegado. »
« ¡ Que Dios nos socorra! ¿ Qué vamos a hacer? »
« No temas, José. Ten constancia. ¿ Ves qué tranquila estoy yo? »
« Pero sufres mucho. »
« ¡ Oh no! ». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: ” i Va a nacer! ¡ Va a nacer! ” Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: “Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío! »
Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.
José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: « No insistas. Vámonos. Dios proveerá. »
Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.
« Oye, galileo » le grita por detrás un viejo. « Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie. »
Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.
Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. « Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey. » José sonríe. « Mejor que nada … »
María baja del borriquillo y entra.
José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.
María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María – el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José – no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.
María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, Una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. « Duerme ahora» le dice. « Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara. »
María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.
« Pero tu vas a tener frío… »
« No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor. »
María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.
Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puera, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del luego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo

(Escrito el 6 de junio de 1944 - María Valtorta)


Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.
José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.
« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…
La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina

(Escrito el mismo día - María Valtorta)


Dice María:
Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina. Pero no fue sino el principio de su redención. Al haberme negado a casarme por el voto de virginidad, había rechazado cualquier satisfacción de concupiscencia y así merecí la gracia de Dios. Pero no era suficiente. Porque el pecado de Eva era un árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia, glotonería, lujuria. Y las cuatro tenían que cortarse antes de que el árbol fuera hecho estéril en sus raíces.
Humillándome hasta lo profundo, vencí la soberbia. Me humillé delante de todos. No me refiero a mi humildad para con Dios, que toda criatura debe tributarle. Su Verbo la tuvo. También yo, mujer, tenía que tenerla. ¿ Pero has pensado qué humillación debí sufrir, y sin defenderme en modo alguno de parte de los hombres?
Aun José, que era un hombre justo, me había acusado en su corazón. Los demás, que no lo eran, habían pecado de murmuración contra mi estado, y el rumor de sus palabras había llegado cual amarga aura a romperse contra mi persona humana. Y fue el principio de las innumerables humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del linaje humano me proporcionaron. Humillaciones de pobreza, humillaciones de perseguida, humillaciones por los reproches de parientes y amigos que, ignorando la verdad, tomaban como débil mi modo de ser madre para con mi Jesús que se había convertido en un jovenzuelo, humillaciones en los tres años de su ministerio, humillaciones crueles en la hora del Calvario, humillaciones hasta reconocer que no tenía con qué comprar un lugar para sepultar a mi Hijo, ni aromas para envolver su cuerpo.
Vencí la avaricia de los Primeros Padres renunciando anticipadamente a mi Hijo.
Una madre jamás renuncia, a no ser que se vea forzada, a su hijo. Pídasele a su corazón la patria, el amor de esposa, o de Dios mismo, ella se opondrá a tal separación. Es natural. El hijo crece en el seno, y jamás se corta completamente el lazo que une su persona con la nuestra. Aun cuando se corta el ombligo, siempre queda un nervio que parte del corazón de la madre, un nervio espiritual más vivo, más sensible que un nervio físico, que se injerta en el corazón del hijo. Se siente extenderse hasta una aflicción sin nombre, si el amor de Dios o de una criatura, o las necesidades de la patria, alejan al hijo de la madre. Se despedaza hiriendo el corazón, si la muerte arranca a una madre su hijo.
Desde el momento que tuve a mi Hijo renuncié a Él. Lo di a Dios. Lo di a vosotros. Yo me despojé del fruto de mi vientre para reparar el fruto que Eva robó a Dios.
Vencí la glotonería del saber y del gozar, aceptando saber sólo lo que Dios quería que yo supiese, sin preguntarme a mi o a El más de lo que me fuese dicho. Creí sin hacer preguntas.
Vencí la glotonería del placer porque me negué a cualquier experiencia de los sentidos. Mi carne la puse bajo mis pies. La carne, instrumento de Satanás, la puse con Satanás junta bajo mi calcañal para hacer de ella un escabel desde el cual subiese al cielo. El cielo: mi meta. Donde está Dios. Era mi única hambre, hambre que no es gula, sino necesidad que Él bendice y que quiere que siempre lo deseemos.
Vencí la lujuria, que es glotonería llevada hasta la voracidad; pues cualquier vicio que no se refrena, conduce a otro peor. La glotonería de Eva, que era algo ya reprobable, la llevó a la lujuria. No le bastó haberse proporcionado a sí misma una satisfacción. Quiso llevar su crimen a una intensidad refinada y conoció y enseñó a su compañero la lujuria. Yo tergiversé los términos y en vez de descender, subí siempre. En lugar de hacer bajar, siempre he llamado a lo alto, y de mi compañero, que era un hombre justo, hice un ángel.
Ahora que tenia a Dios y con Él sus infinitas riquezas, me apresuré a despojarme de ellas, diciéndole: “Mira: se cumpla en Él y en mi Tu Voluntad”. Casto es el que tiene moderación no sólo en su cuerpo, sino también en sus afectos y pensamientos. Debía yo ser la Casta para borrar la mancha de la carne, del corazón, de la mente. No salí de mi discreción diciendo ni siquiera de mi Hijo – únicamente mío en la tierra como único de Dios en el Cielo – ” Esto es mío y lo quiero “.
Y sin embargo no era suficiente para obtener a la mujer la paz que Eva perdió, la obtuve al pie de la Cruz, cuando vi morir al que acabas de ver nacer. Cuando sentí desgarrarse mis entrañas al grito de mi Hijo que moría, me sentí vacía de todo feminismo: no más carne, sino ángel. María, la Virgen ante el Espíritu Santo, murió en ese momento. Quedó siendo la Madre de la gracia, la que con sus tormentos os la dio. La mujer que había vuelto yo a consagrar en la noche de Navidad, adquirió al pie de la Cruz los medios para convertirse en una criatura del Cielo.
Esto lo hice por vosotros, absteniéndome de toda satisfacción, aun la más santa. A vosotras mujeres a quienes Eva hizo compañeras no superiores a los animales, yo os he hecho, con tal de que lo queráis, las santas de Dios. Por vosotras subí. Os he hecho subir muy arriba como José. La roca del Calvario es mi monte de los Olivos. De allí subí llevando a los Cielos el alma nuevamente santificada de la mujer junto con mi cuerpo glorificado porque llevó al Verbo de Dios y que canceló en mi los últimos vestigios de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas y de la raíz derrotada en los sentidos que había arrastrado al linaje decaído, y que hasta el fin de los siglos y hasta la última mujer, os morderá las entrañas. Os llamo desde ahora, desde donde resplandezco en medio de los rayos del Amor y os señalo la medicina con que os podáis venceros a vosotras mismas: la gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo.

Adoración de los pastores

(Escrito el 7 de junio de 1944 - María Valtorta)



Veo una extensa campiña. La luna está en el zenit. En un cielo recamado de estrellas va bogando. Parecen otras tantas chapitas de diamantes clavadas en un inmenso baldaquín de color azul subido, y la luna se ríe en medio de ellas con su cara blanquísima de la que bajan ríos de luz que blanquean la tierra. Los árboles que no tienen follaje parecen más altos y negros; mientras que las paredes que hay acá y allá parecen como si fueran de leche; y una casita lejana parece un bloque de mármol de Carrara.
A mi derecha veo un lugar rodeado de una valla de espinos por dos lados y de una pared baja y áspera por los otros dos. Sobre esta pared descansa el techo de una clase de tinglado largo y bajo, que por dentro está construido parte de piedra, parte de madera, algo así como si en el verano se quitase, y el tinglado se cambiase en portal. De este lugar sale de cuando en cuando un balido de muchas ovejas. Estarán durmiendo o tal vez crean que el día ya está cerca por el claror de la luna tan intenso, tan fuerte y que aumenta como si se acercase a la tierra o resplandeciese por un misterioso incendio.
Un pastor se asoma a la puerta, y levantando un brazo a la altura de su frente para ver mejor, mira hacia arriba. Parece imposible que deba protegerse de la claridad de la luna, pero es tan fuerte que deslumbra, sobre todo a quien sale de un lugar cerrado y oscuro. Todo está en calma. Pero esa luz es rara. El pastor llama a sus compañeros. Salen a la puerta. Un grupo de hombres irsutos, de diversas edades. Hay algunos que son jovencillos y otros con canas. Entre si hablan del hecho extraño. Los más jóvenes tienen miedo, sobre todo uno, un niño de 12 años que se pone a llorar, atrayendo sobre si las burlas de los otros.
¿ De qué tienes miedo, tonto? le reprocha el de mayor edad. « ¿ No ves qué aire tan tranquilo? ¿ Nunca habías visto brillar la luna? ¿ Has estado siempre bajo las enaguas de tu mamá como un pollito bajo el ala de la gallina? ¡ Otras cosas verás! Una vez fui por los montes del Líbano, mucho más allá. Era joven entonces y no me costaba trabajo caminar. También era yo rico entonces… Una noche vi una luz tal que pensé que probablemente Elías volvía sobre su carro de fuego. El cielo parecía estar ardiendo. Un viejo – entonces el viejo era él – me dijo: “Gran desventura está por venir al mundo”. Y lo fue, porque llegaron los soldados romanos. ¡Oh, que verás cosas! … ¡ si vives! »
Pero el pastorcillo no lo escucha. Parece como si no tuviese ya miedo, porque sale del umbral, se desliza por detrás de un nervudo pastor, detrás del cual se había refugiado, y avanza a un lugar de hierba que está enfrente del tinglado. Mira en alto, camina como sonámbulo, como hipnotizado por algo que lo atrae. En un cierto punto lanza un «¡Oh!» y se queda como petrificado, con los brazos un poco abiertos. Los otros se miran estupefactos.
« ¿Pero qué le pasa a ese tonto?» pregunta uno.
Mañana lo devuelvo a su madre. No quiero tontos que guarden las ovejas » dice otro.
El viejo que poco antes había hablado, dice: « Vamos a ver antes de juzgar. Llamad a los otros que están durmiendo y tomad garrotes. No sea que vaya a ser una fiera o algunos malhechores. »
Entran, llaman a los otros, salen con antorchas y garrotes. Alcanzan al niño.
¡ Allá, allá! » murmura sonriente. « Más allá del árbol. Mirad esa luz que se acerca. Parece como si caminara sobre los rayos de la luna. Ved que se acerca. ¡Qué bella! »
« Yo veo tan solo una fuerte claridad. »
« Yo también. »
« También yo » dicen otros.
« No. Yo veo algo así como un cuerpo » dice uno y reconozco en él al pastor que dio la leche a María.
« ¡ Es un… es un ángel! … » grita el niño. « Mirad que baja… que se acerca … De rodillas todos ante el Angel de Dios! »
Un « ¡ oh! » largo y lleno de veneración se levanta del grupo de los pastores, que caen de cara hacia el suelo, y los de mayor edad parecen más abatidos. Los más jóvenes están de rodillas, miran al ángel que se acerca cada vez más y que se detiene, sacudiendo sus grandes alas, candor de perla en la claridad de la luna que lo rodea, encima de la pared del lugar.
« No tengáis miedo. No os traigo ninguna desventura. Os traigo el anuncio de una gran alegría para el pueblo de Israel y para todos los pueblos de la tierra. » La voz del ángel es armoniosa cual arpa en la que cantasen ruiseñores.
« Hoy en la ciudad de David, nació el Salvador. » Al decir esto, abre sus grandes alas, las mueve como muestras de alegría, y parece como si una lluvia de oro y piedras preciosas se desprendiesen de ellas. Un hermosísimo arco iris que forma un arco de triunfo en el pobre aprisco.
« El Salvador que es el Mesías. » El ángel brilla con una luz más extraordinaria. Sus dos alas, ahora firmes, extendidas de punta a punta hacia el cielo como dos velas inmóviles sobre el mar azul, parecen dos llamas que subiesen ardiendo.
« ¡ El Mesías, el Señor! » El ángel recoge sus dos resplandecientes alas, se pone como un manto de diamantes en su vestido de perlas, se inclina como si adorase, con los brazos sobre el pecho y su rostro que desaparece, pues lo tiene muy inclinado, entre la sombra de las puntas de las alas plegadas. No se ve sino una larga forma luminosa, inmóvil por el espacio de unos instantes.
Pero ved que se mueve. Abre nuevamente las alas, levanta su rostro en que la luz se une a una sonrisa hermosísima y dice: « Lo reconoceréis por estas señales: detrás de Belén, en un pobre establo encontraréis un niño envuelto en pañales, pues para el Mesías no hubo alojo en la ciudad de David. » El rostro del ángel se pone serio, como triste.
Pero de los cielos vienen muchos, ¡ oh! muchos, pero muchos ángeles semejantes a él, un ejército de ángeles que baja alborozándose y opacando la luna con su resplandor de paraíso. Se unen al ángel que había dado la noticia con un agitar de alas, con un exhalo de perfumes, con arpegio de notas en cuya comparación todas las voces más bellas de la tierra juntas, no serían más que un remedo. Si la pintura es el intento de la materia para ser luz, aquí la melodía es el esfuerzo de la música para bañar completamente a los hombres en la belleza de Dios, y oír esta melodía es conocer el paraíso donde todo es armonía de amor que de Dios mana para alegrar a los bienaventurados, y que de ellos va a El para decirle: « Te amamos. »
El ” Gloria ” angélico se desparrama en ondas siempre más largas por la quieta campiña, y con ella la luz. Los pajaritos unen su cántico que es un saludo a esta luz que ha salido antes, y las ovejas lanzan sus balidos por este sol anticipado. Pero yo me imagino, como en la gruta al hablar del buey y del asno, que los animales saludan a su Creador, que ha venido en medio de ellos para amarlos como Hombre, además de como Dios.
El canto disminuye y la luz también, entre tanto que los ángeles vuelven a subir al cielo… Los pastores vuelven en sí.
« ¿ Oíste? »
« ¿ Vamos a ver? »
« ¿ Y los animales? »
Nada les pasará. ¡Vamos y obedezcamos la palabra de Dios! …» « ¿Pero a dónde vamos? ». « Dijo que nació hoy! ¿Y que no encontró alojo en Belén? » Es el pastor que dio la leche, el que ahora habla. « Venid, yo sé. Vi a la mujer y me dio compasión. Enseñé un lugar para Ella, porque pensé que no encontraría alojo, y al hombre le di leche para Ella. Es muy joven y hermosa. Debe ser buena como el ángel que nos habló. Venid, venid. Vamos a tomar leche, quesos, corderos y pieles curtidas. Deben ser muy pobres… y ¡ quién sabe cuánto frío tendrá Él a quien no me atrevo a nombrar! ¡ Y pensar que yo hablé con Su Madre como si fuese una pobre mujer! »
Van al tinglado; poco después salen unos con jarros de leche, otros con redecillas de esparto entretejido y dentro quesos redondos, otros con cestas en una de las cuales hay un corderito, y otros con pieles curtidas.
« Yo le llevo una oveja. Hace un mes que parió. La leche le hará bien. Les podrá servir si la mujer no tiene leche, me pareció todavía muy joven y tan blanca… ¡Un rostro de jazmín bajo los rayos de la luna! » dice el pastor del camino y los guía. Van bajo la luz de la luna y de antorchas, después de que cerraron el tinglado y el recinto. Caminan por senderos entre vallas de espinos despojados de todo en el invierno. Dan vuelta por detrás de Belén. Llegan al establo, no por la parte por donde llegó María, sino por la parte contraria, de modo que no pasan por delante de los apriscos mejores, sino que es el primero que encuentran. Se acercan a la entrada.
« ¡ Entra! »
« ¡ No me atrevo! »
« ¡Entra tú! »
« No. »
« ¡Asómate al menos! »
« Tú, Leví, que fuiste el primero en ver al ángel, señal de que eres mejor que nosotros, mira. » Antes lo tacharon de tonto… ahora para su conveniencia quieren que haga algo a lo que no se atreven.
El niño titubea, pero se decide. Se acerca a la entrada, separa un poco el manto, mira… y se queda extático.
« ¿ Qué ves? » le preguntan ansiosos en voz baja.
« Veo a una mujer joven y bella y a un hombre inclinados sobre un pesebre… oigo que llora un recién nacido, y la mujer le habla con una voz… ¡ oh ! qué voz! ».
« ¿ Qué le dice? »
« Dice: ” ¡ Jesús mío! Jesús, cariño de tu Mamá! No llores, Pequeñín ” Dice: ” ¡ Oh! pudiera decirte: `Toma leche, Pequeñín’, pero todavía no tengo!” Dice: “¡Tienes mucho frío, amorcito mío! Te molesta el heno. ¡ Qué dolor para tu Mamita oírte llorar así y no poderte consolar!” Dice: “¡Duerme, vidita mía! ¡ Que se me rompe el corazón con oírte llorar y con verte esas lágrimas! ” lo besa, le calienta sus piececitos con sus manos, porque está agachada con los brazos en el pesebre. »
« ¡ Llama! ¡ Haz que te oigan! »
« Yo no. Tú que nos trajiste y la conoces. »
El pastor abre la boca y se limita tan sólo a dar una especie de gañido.
José se voltea, y viene a la puerta. « ¿Quiénes sois? »
« Pastores. Os traemos alimentos y lana. Vinimos a adorar al Salvador. »
« Entrad. »
Entran y el establo se hace más claro a la luz de las antorchas. Los mayores empujan a los jovenzuelos a que caminen ante ellos.
María se vuelve y sonríe. « Venid » dice. « Venid » y los invita con la mano, con la sonrisa, toma al que vio el ángel, lo acerca a sí, contra el pesebre. El niño mira cual un bienaventurado.
Los demás, a quienes también invita José, se acercan con sus presentes y los ponen con pocas palabras, pero llenas de emoción, a los pies de María. Luego contemplan al Niño que llora un poco y conmovidos y felices sonríen.
Uno al final se atreve a decir: « Toma, Madre. Es suave y limpia. La había preparado para mi hijo que va a nacerme, pero te la doy. Pon a tu Hijo en esta lana. Es delicada y caliente. » Le ofrece la piel de una oveja, una bellísima piel lanuda, blanca y grande.
María levanta a Jesús y lo envuelve en ella, Lo enseña a los pastores, que de rodillas sobre el heno del suelo lo contemplan extáticos.
Toman más confianza. Uno propone: « Sería bueno darle un poco de leche. Mejor: agua y miel. Pero no tenemos miel. Se da a los pequeñitos. Tengo siete hijos y conozco… »
« Aquí hay leche. Toma, Mujer. »
« Pero está fría. Se necesita caliente. ¿ Dónde está Elías? El trae la oveja. »
Elías debe ser el hombre del camino. Pero no está. Se quedó afuera, mira por la rendija, y no se le ve por la oscuridad de la noche.
« ¿ Quién os trajo? »
« Un ángel nos dijo que viniéramos y Elías nos guió hasta aquí… Pero ¿dónde está? »
La oveja lo denuncia con un balido.
« Acércate, se te necesita. »
Entra con su oveja, avergonzado de que todos le vean.
« ¿ Tú eres? » dice José que lo reconoce y María con la sonrisa le dice: « Eres bueno. »
Ordeña la oveja y con la punta de un lienzo empapado en leche caliente y espumosa María baña los labios del Recién nacido que chupa. Todos se echan a reír y más cuando, con el pedacito de tela entre los diminutos labios, Jesús se duerme al calor de la lana.
« Pero no podéis estaros aquí. Hace frío y está húmedo. Y. luego… huele mucho a animales. No está bien… y no hace bien al Salvador. »
« Lo sé » dice María con un gran suspiro. « Pero no hay lugar para nosotros en Belén. »
« No te desanimes, Mujer. Te buscaremos una casa. »
« Lo diré a mi dueña » dice el del camino, Elías. « Es buena. Os acogerá, aun cuando tuviera que daros su habitación. Apenas amanezca se lo diré. Tiene la casa llena de gente, pero os dará un lugar. »
Para mi Hijo, al menos. Yo y José podemos estar en el suelo, pero mi Hijito… »
No suspires, Mujer. Yo me encargo de ello. Diremos a muchos lo que se nos dijo. Nada os faltará. Por ahora tomad esto que nuestra pobreza os da. Somos pastores… »
« También nosotros somos pobres, y no podemos recompensaros con algo» dice José.
« ¡ Oh, no queremos ! Y aunque lo pudieseis, no lo aceptaríamos! El Señor ya nos recompensó. Ha prometido la paz a todos. Los ángeles decían : “Paz a los hombres de buena voluntad”. A nosotros ya nos la dio, porque el ángel dijo que este Niño es el Salvador, que es el Mesías, el Señor. Somos pobres e ignorantes, pero sabemos que los Profetas dijeron que el Salvador será el Príncipe de la Paz. A nosotros nos dijo que viniésemos a adorarlo, por esto nos dio Su Paz. ¡ Gloria a Dios en los altísimos Cielos y gloria a este su Mesías, y bendita seas tú, Mujer, que lo engendraste! ¡Eres santa, porque mereciste llevarlo en tu vientre! Mándanos como Reina, que estaremos felices de servirte. ¿ qué podemos hacer por ti? »
« Amar a mi Hijo y conservar siempre en el corazón los pensamientos de ahora. »
« Pero, ¿ tú no deseas nada? ¿ No tienes familiares a los cuales quieras que se les haga hacer saber que ya nació Él? »
« Sí. Me gustaría, pero no están cerca. Están en Hebrón … »
« Yo voy », dice Elías. « ¿ Quiénes son? »
« Zacarías el sacerdote e Isabel mi prima. »
« ¿ Zacarías? ¡Oh, lo conozco bien! En el verano voy por aquellos montes porque los pastizales son buenos y grandes y soy amigo de su pastor. Cuando vea que te has acomodado, voy a ver a Zacarías. »
« Gracias, Elías. »
« No tienes por qué. Es una gran honra para mí, pobre pastor, ir a hablar al sacerdote y decirle: ” Nació ya el Salvador “. »
No. Le dirás: ” Dice María de Nazaret, tu prima, que nació ya Jesús, y que vengas a Belén “. »
« Así se lo diré. »
Dios te lo pague. Me acordaré de ti, y de todos vosotros… »
« ¿ Le hablarás a tu Hijito de nosotros? »
« Le hablaré. »
« Yo soy Elías. » « Yo Leví. » « Yo Samuel. » « Yo Jonás. » « Yo Isaac. » « Yo Tobías. » « Yo Jonatás. »
« Yo Daniel. » « Yo Simeón. » « Yo me llamo Juan. » « Yo soy José y mi hermano es Benjamín, somos gemelos. »
« Me acordaré de vuestros nombres. »
« Ya nos vamos,… pero regresaremos… Traeremos a otros a adorar… »
«¿ Cómo regresar al aprisco dejando al Niño? »
« i Gloria a Dios que nos lo mostró ! »
« Déjanos besar su vestidito » dice Leví con una sonrisa angelical.
María levanta despacio a Jesús, y sentada en el heno, ofrece los piececitos, envueltos en lino, para que los besen. Los pastores se inclinan hasta el suelo y besan esos diminutos pies, envueltos en tela. Quien tiene barba se la hace a un lado, y casi todos lloran y cuando están para irse, salen retrocediendo, sin dar la espalda, dejando dentro su corazón…
La visión termina así: María sentada en la paja con el Niño sobre su seno; y José, apoyado en el pesebre sobre su brazo, lo mira y lo adora.



En los pastores están todos los requisitos necesarios para ser adoradores del Verbo

(Escrito el mismo día - María Valtorta)

Dice Jesús:
« Los pastores fueron los primeros adoradores del Cuerpo de Dios. En ellos están todos los requisitos necesarios para ser adoradores de Mi Cuerpo, almas eucarísticas.
Fe segura: creyeron pronta y ciegamente al ángel.
Generosidad: dieron toda su riqueza a su Señor.
Humildad: se acercan a más pobres que ellos, hablando humanamente, con modestia de gestos que no envilecen, y se profesan sus siervos.
Deseo: cuando no pueden dar porque no tienen, se industrian en buscar por medio del apostolado y de la fatiga.
Pronta obediencia: María desea que se le avise a Zacarías y Elías va al punto. No lo deja para otro día.
Amor, sobre todo no saben separarse de allí. Tu has dicho: “Dejan allí su corazón”. Dijiste bien.
¿ Pero no se necesitaría hacer igual cosa con Mi Sacramento?
Y otra cosa y solo para ti: observa a quién se revela primeramente el ángel y quién merece ser el primero en sentir el cariño de María. Leví: el niño. Dios se muestra a quien tiene alma infantil y le muestra sus misterios y le concede que oiga las palabras divinas y de María. Quien tiene alma de niño, también tiene el santo atrevimiento de Leví, y dice: ” Permíteme que bese el vestido de Jesús “. Lo dice a María. Porque María es siempre la que os da a Jesús. Es Ella la que conduce a la Eucaristía. Es Ella el Copón viviente.

Quien va a María, me encuentra. Quien me pide por medio de Ella, por medio de Ella me recibe. La sonrisa de Mi Madre cuando alguien le dice: “Dame tu Jesús, porque quiero amarlo” hace estremecer los Cielos con un vivo esplendor de alegría, pues se siente feliz Ella. »

martes, 23 de diciembre de 2014

Visión del Nacimiento de Jesús por Sor María de Agreda




Adoración al Niño Dios (Ft img)


Ciudad Mística de Dios, María de Jesús de Ágreda


Visiones y revelaciones relacionadas con el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo
(Breve biografia, la puedes leer aquí)
451. Volvió la gran Reina del cielo con la respuesta a San José y le declaró la Voluntad del Altísimo de que le obedeciese y acompañase en su jornada a Belén. Con que el santo esposo quedó lleno de nuevo júbilo y consuelo, y reconociendo este gran favor de la mano del Señor, le dio gracias con profundos actos de humildad y reverencia, y hablando a su divina esposa, la dijo: Señora mía, y causa de mi alegría, de mi felicidad y dicha, sólo me resta dolerme en este viaje de los trabajos que en él habéis de padecer, por no tener caudal para vencerlos y llevaros con la comodidad que yo quisiera preveniros para la peregrinación. Pero deudos y conocidos y amigos hallaremos en Belén de nuestra familia, que yo espero nos recibirán con caridad, y allí descansaréis de la molestia del camino, si lo dispone el Altísimo, como yo vuestro siervo lo deseo.
—Era verdad que el santo esposo José lo prevenía así con su afecto, mas el Señor tenía dispuesto lo que él entonces ignoraba; y porque se le frustraron sus deseos sintió después mayor amargura y dolor, como se verá. No declaró María santísima a San José lo que en el Señor tenía previsto del misterio de su divino parto, aunque sabía no sucedería lo que él pensaba, pero antes bien animándole, le dijo: Esposo y señor mío, yo voy con mucho gusto en vuestra compañía y haremos la jornada como pobres en el nombre del Altísimo, pues no desprecia Su Alteza la misma pobreza, que viene a buscar con tanto amor. Y supuesto será su protección y amparo con nosotros en la necesidad y en el trabajo, pongamos en ella nuestra confianza. Y vos, señor mío, poned por su cuenta todos vuestros cuidados.
maria y jose452. Determinaron luego el día de su partida, y el santo esposo con diligencia salió por Nazaret a buscar alguna bestezuela en que llevar a la Señora del mundo; y no fácilmente pudo hallarla, por la mucha gente que salía a diferentes ciudades a cumplir con el mismo edicto del emperador. Pero después de muchas diligencias y penoso cuidado halló San José un jumentillo humilde, que si pudiéramos llamarle dichoso, lo había sido entre todos los animales irracionales, pues no sólo llevó a la Reina de todo lo criado, y en ella al Rey y Señor de los reyes y señores, pero después se halló en el nacimiento del niño (Is 1, 3) y dio a su Criador el obsequio que los hombres le negaron, como adelante se dirá (Cf. infra n. 485). Previnieron lo necesario para el viaje, que fue jornada de cinco días; y era la recámara de los divinos caminantes con el mismo aparato que llevaron en la primera peregrinación que hicieron a casa de San Zacarías, como arriba se dijo, libro ni, capítulo 15, número 196, porque sólo llevaban pan y fruta y algunos peces, que era el ordinario manjar y regalo de que usaban. Y como la prudentísima Virgen tenía luz de que tardaría mucho tiempo en volver a su casa, no sólo llevó consigo las mantillas y fajos prevenidos para su divino parto, pero dispuso las cosas con disimulación, de manera que todas estuviesen al intento de los fines del Señor y sucesos que esperaba; y dejaron encargada su casa a quien cuidase de ella mientras volvían.
453. Llegó el día y hora de partir para Belén, y como el fidelísimo y dichoso San José trataba ya con nueva y suma reverencia a su soberana esposa, andaba como vigilante y cuidadoso siervo inquiriendo y procurando en qué darla gusto y servirla, y la pidió con grande afecto le advirtiese de todo lo que deseaba y que él ignorase para su agrado, descanso y alivio, y dar beneplácito al Señor que llevaba en su virginal vientre. Agradeció la humilde Reina estos afectos santos de su esposo, y remitiéndolos a la gloria y obsequio de su Hijo santísimo, le consoló y animó para el trabajo del camino, con asegurarle de nuevo el agrado que tenía Su Majestad de todos sus cuidados, y que recibiesen con igualdad y alegría del corazón las penalidades que como pobres se les seguirían en la jornada. Y para darle principio se hincó de rodillas la Emperatriz de las alturas y pidió a San José le diese su bendición. Y aunque el varón de Dios se encogió mucho y dificultó el hacerlo por la dignidad de su esposa, pero ella venció en humildad y le obligó a que se la diese.
Hízolo San José con gran temor y reverencia, y luego con abundantes lágrimas se postró en tierra y la pidió le ofreciese de nuevo a su Hijo santísimo y le alcanzase perdón y su divina gracia. Con esta preparación partieron de Nazaret a Belén, en medio del invierno, que hacía el viaje más penoso y desacomodado. Pero la Madre de la vida, que la llevaba en su vientre, sólo atendía a sus divinos efectos y recíprocos coloquios, mirándole siempre en su tálamo virginal, imitándole en sus obras y dándole mayor agrado y gloria que todo el resto de las criaturas juntas.

Doctrina que me dio la Reina Santísima María

454. Hija mía, todo el discurso de mi vida y en cada uno de los capítulos y misterios que vas escribiendo conocerás la divina y admirable providencia del Altísimo y su paternal amor para conmigo, su humilde sierva. Y aunque la capacidad humana no puede dignamente penetrar y ponderar estas obras admirables y de tan alta sabiduría, pero debe venerarlas con todas sus fuerzas y disponerse para mi imitación y para la participación de los favores que el Señor me hizo. Porque no han de imaginar los mortales que sólo en mí y para mí se quiso mostrar Dios santo, poderoso y bueno infinitamente; y es cierto que si alguna y todas las almas se entregasen del todo a la disposición y gobierno de este Señor, conocieran luego con experiencia aquella misma fidelidad, puntualidad y suavísima eficacia con que disponía Su Majestad conmigo todas las cosas que tocaban a su gloria y servicio y también gustaran aquellos dulcísimos efectos y movimientos divinos que yo sentía con el rendimiento que tenía a su santísima voluntad, y no menos recibieran respectivamente la abundancia de sus dones, que como en un piélago infinito están casi represados en su divinidad. Y de la manera que si al peso de las aguas del mar se les diese algún conducto por donde según su inclinación hallasen despedida, correrían con invencible ímpetu, así procederían la gracia y beneficios del Señor sobre las criaturas racionales si ellas diesen lugar y no impidiesen su corriente. Esta ciencia ignoran los mortales, porque no se detienen a pensar y considerar las obras del Altísimo.
Virgen María 2455. De ti quiero que la estudies y escribas en tu pecho, y que asimismo aprendas de mis obras el secreto que debes guardar de tu interior y lo que en él tienes, y la pronta obediencia y rendimiento a todos, anteponiendo siempre el parecer ajeno a tu dictamen propio. Pero esto ha de ser de manera que para obedecer a tus superiores y padre espiritual has de cerrar los ojos, aunque conozcas que en alguna cosa que te mandan ha de suceder lo contrario, como sabía yo que no sería lo que mi santo esposo José esperaba sucedería en la jornada de Belén. Y si esto te mandase otro inferior o igual, calla y disimula y ejecuta todo lo que no fuere culpa o imperfección. Oye a todos con silencio y advertencia para que aprendas. En hablar serás muy tarda y detenida, que esto es ser prudente y advertida. También te acuerdo de nuevo, que para todo lo que hicieres pidas al Señor te dé su bendición, para que no te apartes de su divino beneplácito. Y si tuvieres oportunidad, pide también licencia y bendición a tu padre espiritual y maestro, porque no te falte el gran merecimiento y perfección de estas obras, y me des a mí el agrado que de ti deseo.
La jornada que María santísima hizo de Nazaret a Belén en compañía del santo esposo José, y los Ángeles que la asistían
456. Partieron de Nazaret para Belén María purísima y el glorioso San José, a los ojos del mundo tan solos comopobres y humildes peregrinos, sin que nadie de los mortales los reputase ni estimase más de lo que con él tienen granjeado la humildad y pobreza. Pero, ¡oh admirables sacramentos del Altísimo, ocultos a los soberbios e inescrutables para la prudencia carnal! No caminaban solos, pobres ni despreciados, sino prósperos, abundantes y magníficos: eran el objeto más digno del eterno Padre y de su amor inmenso y lo más estimable de sus ojos, llevaban consigo el tesoro del cielo y de la misma divinidad, venerábanlos toda la corte de los
ciudadanos celestiales y reconocían las criaturas insensibles la viva y verdadera arca del Testamento, mejor que las aguas del Jordán a su figura y sombra cuando corteses se dividieron para hacerle franco el paso a ella y a los que la seguían (Jos 3, 16). Acompañáronlos los diez mil Ángeles que arriba dije, núm. 450; fueron señalados por el mismo Dios para que sirviesen a Su Majestad y a su santísima Madre en toda esta jornada; y estos escuadrones celestiales iban en forma humana visible para la divina Señora, más refulgentes cada uno que otros tantos soles, haciéndola escolta, y ella iba en medio de todos más guarnecida y defendida que el lecho de Salomón con los sesenta valentísimos de Israel (Cant 3, 7) que ceñidas las espadas le rodeaban. Fuera de estos diez mil Ángeles asistían otros muchos que bajaban y subían a los cielos, enviados del Padre eterno a su Unigénito humanado y a su Madre santísima, y de ellos volvían con las legacías que eran enviados y despachados.
457. Con este real aparato oculto a los mortales caminaban María santísima y San José, seguros de que a sus pies no les ofendería la piedra (Sal 90, 12) de la tribulación, porque mandó a sus Ángeles el Señor que los llevasen en las manos de su defensa y custodia. Y este mandato cumplían los ministros fidelísimos, sirviendo como vasallos a su gran Reina, con admiración de alabanza y gozo, viendo recopilados en una pura criatura tantos sacramentos juntos, tales perfecciones, grandezas y tesoros de la divinidad, y todo con la dignidad y decencia que aun a su misma capacidad angélica excedía. Hacían nuevos cánticos al Señor, contemplándole sumo Rey de gloria descansando en su reclinatorio de oro (Cant 3, 10), y a la divina Madre, ya como carroza incorruptible y viva, ya como espiga fértil de la tierra prometida (Lev 23, 10) que encerraba el grano vivo, ya como nave rica del mercader (Prov 31, 14), que le llevaba a que naciera en la “casa del pan” (Belén), para que muriendo en la tierra (Jn 12, 24) fuese multiplicado en el cielo. Duróles cinco días la jornada; que por el preñado de la Madre Virgen, ordenó su Esposo llevarla muy despacio. Y nunca la soberana Reina conoció noche en este viaje; porque, algunos días que caminaban parte de ella, despedían los Ángeles tan grande resplandor como todas las iluminarías del cielo juntas cuando al mediodía tienen su mayor fuerza en la más clara serenidad. Y de este beneficio y de la vista de los Ángeles gozaba San José en aquellas horas de las noches; y entonces se formaba un coro celestial de todos juntos, en que la gran Señora y su esposo alternaban con los soberanos espíritus admirables cánticos e himnos de alabanza, con que los campos se convertían en nuevos cielos. Y de la vista y resplandor de sus ministros y vasallos gozó la Reina en todo el viaje, y de dulcísimos coloquios interiores que tenía con ellos.
La Virgen y el Niño 3458. Con estos admirables favores y regalos mezclaba el Señor algunas penalidades y molestias que se ofrecían a su divina Madre en el viaje. Porque el concurso de la gente en las posadas, por los muchos que caminaban con la ocasión del imperial edicto, era muy penoso e incómodo para el recato y modestia de la purísima Madre y Virgen y para su esposo, porque como pobres y encogidos eran menos admitidos que otros y les alcanzaba más descomodidad que a los muy ricos; que el mundo, gobernado por lo sensible, de ordinario distribuye sus favores al revés y con acepción de personas. Oían nuestros santos peregrinos repetidas palabras ásperas en las posadas a donde llegaban fatigados, y en algunas los despedían como a gente inútil y despreciable, y muchas veces admitían a la Señora de cielo y tierra en un rincón de un portal, y otras aun no le alcanzaba; y se retiraban ella y su esposo a otros lugares más humildes y menos decentes en la estimación del mundo; pero en cualquiera lugar, por contentible que fuese, estaba la corte de los ciudadanos del cielo con su Rey supremo y Reina soberana, y luego todos la rodeaban y encerraban como un impenetrable muro, con que el tálamo de Salomón estaba seguro y defendido de los temores nocturnos Cant 3, 8). Y su fidelísimo esposo San José, viendo a la Señora de los cielos tan guarnecida de sus ejércitos divinos, descansaba y dormía, porque ella también cuidaba de esto, para que se aliviase algo del trabajo del camino. Y ella se quedaba en coloquios celestiales con los diez mil ángeles que la asistían.
459. Aunque Salomón en los Cantares comprendió grandes misterios de la Reina del cielo por diversas metáforas y similitudes, pero en el capítulo 3 habló más expresamente de lo que sucedió a la divina Madre en el preñado de su Hijo santísimo y en esta jornada que hizo para su sagrado parto; porque entonces fue cuando se cumplió a la letra todo lo que allí se dice del lecho de Salomón, de su carroza y reclinatorio de oro, de la guarda que le puso de los fortísimos de Israel que gozan de la visión divina y todo lo demás que contiene aquella profecía, cuya inteligencia basta haberla apuntado en lo que se ha dicho para convertir toda mi admiración al sacramento de la sabiduría infinita en estas obras tan venerables para la criatura. ¿Quién habrá de los mortales tan duro que no se ablande su corazón, o tan soberbio que no se confunda, o tan inadvertido que no seadmire de ver una maravilla compuesta de tan varios y contrarios extremos? ¡Dios infinito y verdaderamente oculto y escondido en el tálamo virginal de una doncella tierna llena de hermosura y gracia, inocente, pura, suave, dulce, amable a los ojos de Dios y de los hombres, sobre todo cuanto el mismo Señor ha criado y criará jamás! ¡Esta gran Señora, con el tesoro de la divinidad, despreciada, afligida, desestimada y arrojada de la ciega ignorancia y soberbia mundana! Y por otra parte, en los lugares más contentibles, ¡amada y estimada de la beatísima Trinidad, regalada de sus caricias, servida de sus Ángeles, reverenciada, defendida y amparada de su grande y vigilante custodia! ¡Oh hijos de los hombres, tardos y duros de corazón (Sal 4, 3), qué engañosos son vuestros pesos y juicio, como dice Santo Rey David (Sal 61, 10)) , que estimáis a los ricos, despreciáis a los pobres, levantáis a los soberbios y abatís a los humildes, arrojáis a los justos y aplaudís a los vanos! Ciego es vuestro dictamen, y errada vuestra elección, con que os halláis frustrados en vuestros mismos deseos. Ambiciosos que buscáis riquezas y tesoros y os halláis pobres y abrazados con el aire, si recibierais al Arca verdadera de Dios, recibierais y consiguierais muchas bendiciones de la diestra divina, como Obededón (2 Sam 6, 11), pero porque la despreciasteis, os sucedió a muchos lo que a Oza (2 Sam 6, 7), que quedasteis castigados.
460. Conocía y miraba la divina Señora entre todo esto la variedad de almas que había en todos los que iban y venían y penetraba sus pensamientos más ocultos y el estado que cada una tenía, en gracia o en pecado, y los grados que en estos diferentes extremos tenían; y de muchas almas conocía si eran predestinadas (al Cielo) o réprobas [precitas – Dios quiere que todos se salven y da gracia suficiente para salvación a todos. Los que se condenen, se condenen por su propia culpa ya que no hay predestinación al infierno], si habían de perseverar o caer o levantarse; y toda esta variedad le daba motivos de ejercitar heroicos actos de virtudes con unos y por otros; porque para muchos alcanzaba la perseverancia, para otros eficaz auxilio con que se levantasen del pecado a la gracia, por otros lloraba y clamaba al Señor con íntimos afectos, y por los réprobos, aunque no pidiese tan eficazmente, sentía intensísimo dolor de su final perdición. Y fatigada muchas veces con estas penas, más sin comparación que con el trabajo del camino, sentía algún desfallecimiento en el cuerpo, y los santos Ángeles, llenos de refulgente luz y hermosura, la reclinaban en sus brazos, para que en ellos descansase y recibiese algún alivio. A los enfermos, afligidos y necesitados consolaba por el camino, sólo con orar por ellos y pedir a su Hijo santísimo el remedio de sus trabajos y necesidades; porque en esta jornada, por la multitud y concurso de la gente, se retiraba a solas sin hablar, atendiendo mucho a su divino preñado, que ya se manifestaba a todos. Este era el retorno que la Madre de misericordia daba a los
mortales por el mal hospedaje que de ellos recibía.
La Virgen, San José y el Niño461. Y para mayor confusión de la ingratitud humana, sucedió alguna vez que, como era invierno, llegaban a las posadas con grandes fríos de las nieves y lluvias —que no quiso el Señor les faltase esta penalidad— y era necesario retirarse a los mismos lugares viles donde estaban los animales, porque no les daban otro mejor los hombres; y la cortesía y humanidad que les faltaba a ellos, tenían las bestias, retirándose y respetando a su Hacedor y a su Madre, que le tenía en su virginal vientre. Bien pudiera la Señora de las criaturas mandar a los vientos, a la escarcha y a la nieve que no la ofendieran, pero no lo hacía por no privarse de la imitación de Cristo su Hijo santísimo en padecer, aun antes que él saliese de su virgíneo vientre, y así la fatigaron algo estas inclemencias en el camino. Pero el cuidadoso y fiel esposo San José atendía mucho a abrigarla, y más lo hacían los espíritus angélicos, en especial el príncipe San Miguel, que siempre asistió al lado diestro de su Reina, sin desampararla un punto en este viaje, y repetidas veces la servía, llevándola del brazo cuando se hallaba algo cansada. Y cuando era voluntad del Señor la defendía de los temporales inclementes y hacía otros muchos oficios en obsequio de la divina Señora y del bendito fruto de su vientre, Jesús.
462. Con la variedad alternada de estas maravillas llegaron nuestros peregrinos, María santísima y San José, a la ciudad de Belén el quinto día de su jornada a las cuatro de la tarde, sábado, que en aquel tiempo del solsticio hiemal ya a la hora dicha se despide el sol y se acerca la noche. Entraron en la ciudad buscando alguna casa de posada, y discurriendo muchas calles, no sólo por posadas y mesones, pero por las casas de los conocidos y de su familia más cercanos, de ninguno fueron admitidos y de muchos despedidos con desgracia y con desprecios. Seguía la honestísima Reina a su esposo, llamando él de casa en casa y de puerta en puerta, entre el tumulto de la mucha gente. Y aunque no ignoraba que los corazones y las casas de los hombres estarían cerrados para ellos, con todo eso por obedecer a San José quiso padecer aquel trabajo y honestísimo pudor o vergüenza que para su recato, y en el estado y edad que se hallaba, fue de mayor pena que faltarles la posada. Discurriendo por la ciudad llegaron a la casa donde estaba el registro y padrón público, y por no volver a ella se escribieron, y pagaron el fisco y la moneda del tributo real, con que salieron ya de este cuidado. Prosiguieron su diligencia y fueron a otras posadas, y habiéndola buscado en más de cincuenta casas, de todas fueron arrojados y despedidos; admirándose los espíritus soberanos de los altísimos misterios del Señor, de la paciencia y mansedumbre de su Madre Virgen y de la insensible dureza de los hombres. Con esta admiración bendecían al Altísimo en sus obras y ocultos sacramentos, porque desde aquel día quiso acreditar y levantar a tanta gloria la humildad y pobreza despreciada de los mortales.
463. Eran las nueve de la noche cuando el fidelísimo San José lleno de amargura e íntimo dolor se volvió a su esposa prudentísima, y la dijo: Señora mía dulcísima, mi corazón desfallece de dolor en esta ocasión viendo que no puedo acomodaros, no sólo como vos lo merecéis y mi afecto lo deseaba, pero ningún abrigo ni descanso, que raras veces o nunca se le niega al más pobre y despreciado del mundo. Misterio sin duda tiene esta permisión del cielo, que no se muevan los corazones de los hombres a recibirnos en sus casas. Acuerdóme, Señora, que fuera de los muros de la ciudad está una cueva que suele servir de albergue a los pastores y a su ganado. Lleguémonos allá, que si por dicha está desocupada, allí tendréis del cielo algún amparo cuando nos falta de la tierra.
Respondióle la prudentísima Virgen: Esposo y señor mío, no se aflija vuestro piadosísimo corazón, porque no se ejecutan los deseos ardentísimos que produce el afecto que tenéis al Señor. Y pues le tengo en mis entrañas, por él mismo os suplico que le demos gracias por lo que así dispone. El lugar que me decís será muy a propósito para mi deseo. Conviértanse vuestras lágrimas en gozo con el amor y posesión de la pobreza, que es el tesoro rico e inestimable de mi Hijo santísimo. Este viene a buscar desde los cielos, preparémosele con júbilo del alma, que no tiene la mía otro consuelo, y vea yo que me le dais en esto. Vamos contentos a donde el Señor nos guía.
Encaminaron para allá los Santos Ángeles a los divinos esposos, sirviéndoles de lucidísimas antorchas, y llegando al portal o cueva, la hallaron desocupada y sola. Y llenos de celestial consuelo, por este beneficio alabaron al Señor, y sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
464. Hija mía carísima, si eres de corazón blando y dócil para el Señor, poderosos serán los misterios divinos que has escrito y entendido para mover en ti afectos dulces y amorosos con el Autor de tantas y tales maravillas, en cuya presencia quiero de ti que desde hoy hagas nuevo y grande aprecio de verte desechada y desestimada del mundo. Y dime, amiga, si en recambio de este olvido y menosprecio admitido con voluntad alegre, pone Dios en ti los ojos y la fuerza de su amor suavísimo, ¿por qué no comprarás tan barato lo que vale no menos que infinito precio? ¿Qué te darán los hombres cuando más te celebren y te estimen? ¿Y qué dejarás si los desprecias? ¿No es todo mentira y vanidad? ¿No es una sombra fugitiva y momentánea que se les desvanece entre las manos a los que trabajan por cogerla? Pues cuando todo lo tuvieras en las tuyas, ¿qué hicieras en despreciarlo de balde? Considera bien cuánto menos harás en arrojarlo por granjear el amor del mismo Dios, el mío y de sus Ángeles; niégalo todo, carísima, y de corazón; y si no te despreciare el mundo tanto como debes desearlo, desprecíale tú a él y queda libre, expedita y sola, para que te acompañe el todo y sumo bien y recibas con plenitud los felicísimos efectos de su amor y con libertad le correspondas.
465. Es tan fiel amante mi Hijo santísimo de las almas, que me puso a mí por maestra y ejemplar vivo para enseñarlas el amor de la humildad y el eficaz desprecio de la vanidad y soberbia. Y también fue orden suya que para su grandeza y para mí, su sierva y Madre, faltase abrigo y acogida entre los hombres, dando motivo con este desamparo para que después las almas enamoradas y afectuosas se le ofrezcan, y obligarse con tan fina voluntad a venir y estar en ellas; como también buscó la soledad y la pobreza, no porque para sí tuviese necesidad de estos medios para obrar las virtudes en grado perfectísimo, sino para enseñar a los mortales que éste era el camino más breve y seguro para lo levantado del amor divino y unión con el mismo Dios.
Inmaculado Corazón de María 2466. Bien sabes, carísima, que incesantemente eres enseñada y amonestada con la luz de lo alto, para que olvidada de lo terreno y visible te ciñas de fortaleza (Prov 31, 17) y te levantes a imitarme, copiando en ti, según tus fuerzas, los actos y virtudes que de mi vida te manifiesto. Y éste es el primer intento de la ciencia que recibes para escribirla, porque tengas en mí este arancel y de él te valgas para componer tu vida y obras al modo que yo imitaba las de mi Hijo dulcísimo. Y el temor que te ha causado este mandato, imaginándole superior a tus fuerzas, le has de moderar y cobrar ánimo con lo que dice mi Hijo santísimo por el Evangelista San Mateo (Mt5, 48): Sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial. Esta voluntad del Altísimo que propone a su Iglesia santa no es imposible a sus hijos, y si ellos de su parte se disponen, a ninguno le negará esta gracia, para conseguir la semejanza con el Padre celestial, porque esto les mereció mi Hijo santísimo; pero el pesado olvido y desprecio que hacen los hombres de su redención impide que se consiga en ellos eficazmente su fruto.
467. De ti, hija mía, quiero especialmente esta perfección y te convido para ella por medio de la suave ley del amor a que encamino mi doctrina. Considera y pesa con la divina luz en qué obligación te pongo, y trabaja para corresponder a ella con prudencia de hija fiel y solícita, sin que te embarace dificultad o trabajo alguno, ni omitir virtud ni acción de perfección por ardua que sea. Ni te has de contentar con solicitar tu amistad con Dios y la salvación propia, pero si quieres ser perfecta a mi imitación y cumplir con lo que enseña el Evangelio, has de procurar la salud de otras almas y la exaltación del santo nombre de mi Hijo y ser instrumento en su mano poderosa para cosas fuertes y de su mayor agrado y gloria.

CAPITULO 10

Nace Cristo nuestro bien de María Virgen en Belén de Judea
468. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los señores para hospedar en el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde choza o cueva, a donde María santísima y San José se retiraron despedidos de los hospicios y piedad natural de los mismos hombres, como queda dicho en el capítulo pasado. Era este lugar tan despreciado y contentible, que con estar la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48) , que para los rectos de corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las tinieblas de la noche —símbolo de las del pecado— que ocupaban todo el mundo.
469. Entraron María santísima y San José en este prevenido hospicio, y con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era dispuesto por los ocultos juicios de la eterna Sabiduría. De este gran sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando con sus plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales, pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo Hijo.
470. Los espíritus angélicos, que como milicia celestial guardaban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real. Y en la forma corpórea y humana que tenían, se le manifestaban también al santo esposo José, que en aquella ocasión era conveniente gozase de este favor, así por aliviar su pena, viendo tan adornado y hermoso aquel pobre hospicio con las riquezas del cielo, como para aliviar y animar su corazón y levantarle más para los sucesos que prevenía el Señor aquella noche y en tan despreciado lugar. La gran Reina y Emperatriz del cielo, que ya estaba informada del misterio que se había de celebrar, determinó limpiar con sus manos aquella cueva que luego había de servir de trono real y propiciatorio sagrado, porque ni a ella le faltase ejercicio de humildad, ni a su Hijo unigénito aquel culto y reverencia que era el que en tal ocasión podía prevenirle por adorno de su templo.
San José y Jesús (Ft img)471. El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la humilde Señora. Y porque estando los Santos Ángeles en forma humana visible—parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la humildad de su Reina—, luego con emulación santa ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su esposo.
472. Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María santísima acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis altísimo, do se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso (Gen 2, 21).
473. En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo, movida de un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce transformación que la levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue levantándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altísimo, de los que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y fecundidad me hace pobre de razones.
474. Declaróle el Altísimo a su Madre Virgen cómo era tiempo de salir al mundo de su virginal tálamo, y el modo cómo esto había de ser cumplido y ejecutado. Y conoció la prudentísima Señora en esta visión las razones y fines altísimos de tan admirables obras y sacramentos, así de parte del mismo Señor, como de lo que tocaba a las criaturas, para quien se ordenaban inmediatamente. Postróse ante el trono real de la divinidad y, dándole gloria y magnificencia, gracias y alabanzas por sí y las que todas las criaturas le debían por tan inefable misericordia y dignación de su inmenso amor, pidió a Su Majestad nueva luz y gracia para obrar dignamente en el servicio, obsequio, educación del Verbo humanado, que había de recibir en sus brazos y alimentar con su virginal leche. Ésta petición hizo la divina Madre con humildad profundísima, como quien entendía la alteza de tan nuevo sacramento, cual era el criar y tratar como madre a Dios hecho hombre, y porque se juzgaba indigna de tal oficio, para cuyo cumplimiento los supremos serafines eran insuficientes. Prudente y humildemente lo pensaba y pesaba la Madre de la sabiduría (Eclo 24, 24), y porque se humilló hasta el polvo y se deshizo toda en
presencia del Altísimo, la levantó Su Majestad y de nuevo la dio título de Madre suya, y la mandó que como Madre legítima y verdadera ejercitase este oficio y ministerio: que le tratase como a Hijo del eterno Padre y juntamente Hijo de sus entrañas. Y todo se le pudo fiar a tal Madre, en que encierro todo lo que no puedo explicar con más palabras.
Huída a Egipto475. Estuvo María santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y
verdadera.
476. Otras circunstancias y condiciones de este divinísimo parto, aunque todos los fieles lassuponen por milagrosas, pero como no tuvieron otros testigos más que a la misma Reina del cielo y sus cortesanos, no se pueden saber todas en particular, salvo las que el mismo Señor ha manifestado a su santa Iglesia en común, o a particulares almas por diversos modos. Y porque en esto creo hay alguna variedad, y la materia es altísima y en todo venerable, habiendo yo declarado a mis Prelados que me gobiernan lo que conocí de estos misterios para escribirlos, me ordenó la obediencia que de nuevo los consultase con la divina luz y preguntase a la Emperatriz del cielo, mi madre y maestra, y a los Santos Ángeles que me asisten y sueltan las dificultades que se me ofrecen, algunas particularidades que convenían a la mayor declaración del parto sacratísimo de María, Madre de Jesús, Redentor nuestro. Y habiendo cumplido con este mandato, volví a entender lo mismo, y me fue declarado que sucedió en la forma siguiente:
477. En el término de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres. Y no me detengo en declarar la causa de donde pudo nacer y originarse el error que se ha introducido de lo contrario. Basta saber y suponer que en la generación del Verbo humanado y en su nacimiento, el brazo poderoso del Altísimo tomó y eligió de la naturaleza todo aquello que pertenecía a la verdad y sustancia de la generación humana, para que el Verbo hecho hombre verdadero, verdaderamente se llamase concebido, engendrado y nacido como hijo de la sustancia de su Madre siempre Virgen. Pero en las demás condiciones que no son de esencia, sino accidentales a la generación y natividad, no sólo se han de apartar de Cristo Señor nuestro y de su Madre santísima las que tienen relación y dependencia de la culpa original o actual, pero otras muchas que no derogan a la sustancia de la generación o nacimiento y en los mismos términos de la naturaleza contienen alguna impuridad o superfluidad no necesaria para que la Reina del cielo se llame Madre verdadera y Cristo Señor nuestro hijo suyo y que nació de ella. Porque ni estos efectos del pecado o naturaleza eran necesarios para la verdad de la humanidad santísima, ni tampoco para el oficio de Redentor o Maestro; y lo que no fue necesario para estos tres fines, y por otra parte redundaba en mayor excelencia de Cristo y de su Madre santísimos, ¿no se ha de negar a entrambos? Ni los milagros que para ello fueron necesarios se han de recatear con el Autor de la naturaleza y gracia y con la que fue su digna Madre, prevenida, adornada y siempre favorecida y hermoseada; que la divina diestra en todos tiempos la estuvo enriqueciendo de gracias y dones y se extendió con su poder a todo lo que en pura criatura fue posible.
478. Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo. También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás, pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479. Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma santísima redundase y se comunicase al cuerpo del niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doctores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto, con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza.
Sagrada Familia480. El sagrado Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7) que la Madre Virgen, habiendo parido a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre, porque esto no pertenecía a su intento. Pero fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y San Gabriel, que como asistían en forma humana corpórea al misterio, al punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el Sacerdote propone al pueblo la Sagrada
Hostia para que la adore, así estos dos celestiales ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a su Hijo glorioso y refulgente. Todo esto sucedió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al niño Dios a su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y Madre santísimos, hiriendo ella el corazón del dulce niño y quedando juntamente llevada y transformada en él. Y desde las manos de los dos santos príncipes habló el Príncipe celestial a su feliz Madre, y la dijo: Madre, asimílate a mí, que por el ser humano que me has dado quiero desde hoy darte otro nuevo ser de gracia más levantado, que siendo de pura criatura se asimile al mío, que soy Dios y hombre por imitación perfecta.
Respondió la prudentísima Madre: Trahe me post te, in odorem unguentorum tuorum curremos (Cant 1, 3). Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos.—Aquí se cumplieron muchos de los ocultos misterios de los Cantares; y entre el niño Dios y su Madre Virgen pasaron otros de los divinos coloquios que allí se refieren, como: Mi amado para mí y yo para él (Cant 2,16), y se convierte para mí (Cant 7, 10) . Atiende qué hermosa eres, amiga mía, y tus ojos son de paloma. Atiende qué hermoso eres, dilecto mío (Cant 1, 14-15); y otros muchos sacramentos que para referirlos sería necesario dilatar más de lo que es necesario este capítulo.
481. Con las palabras que oyó María santísima de la boca de su Hijo dilectísimo juntamente la fueron patentes los actos interiores de su alma santísima unida a la divinidad, para que imitándolos se asimilase a él. Y este beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de su Hijo, hombre y Dios verdadero no sólo porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo hombre y Dios verdadero. Al mismo tiempo conoció y sintió la divina Señora la presencia de la Santísima Trinidad, y oyó la voz del Padre eterno que decía: Este es mi Hijo amado, en quien recibo grande agrado y complacencia (Mt 17, 5).—Y la prudentísima Madre, divinizada toda entre tan encumbrados sacramentos, respondió y dijo: Eterno Padre y Dios altísimo, Señor y Criador del universo, dadme de nuevo vuestra licencia y bendición para que con ella reciba en mis brazos al deseado de las gentes (Ag 2, 8), y enseñadme a cumplir en el ministerio de madre indigna y de esclava fiel vuestra divina voluntad.—Oyó luego una voz que le decía: Recibe a tu unigénito Hijo, imítale, críale y advierte que me lo has de sacrificar cuando yo te le pida. Aliméntale como madre y reverencíale como a tu verdadero Dios.—Respondió la divina Madre: Aquí está la hechura de vuestras divinas manos, adornadme de vuestra gracia para que vuestro Hijo y mi Dios me admita por su esclava; y dándome la suficiencia de vuestro gran poder, yo acierte en su servicio, y no sea atrevimiento que la humilde criatura tenga en sus manos y alimente con su leche a su mismo Señor y Criador.
482. Acabados estos coloquios tan llenos de divinos misterios, el niño Dios suspendió el milagro o volvió a continuar el que suspendía los dotes y gloria de su cuerpo santísimo, quedando represada sólo en el alma, y se mostró sin ellos en su ser natural y pasible. Y en este estado le vio también su Madre purísima, y con profunda humildad y reverencia, adorándole en la postura que ella estaba de rodillas, le recibió de manos de los Santos Ángeles que le tenían. Y cuando le vio en las suyas, le habló y le dijo: Dulcísimo amor mío, lumbre de mis ojos y ser de mi alma, venid en hora buena al mundo, Sol de Justicia (Mal 4, 2), para desterrar las tinieblas del pecado y de la muerte. Dios verdadero de Dios verdadero, redimid a vuestros siervos, y vea toda carne a quien le trae la salud (Is 52, 10). Recibid para vuestro obsequio a vuestra esclava y suplid mi insuficiencia para serviros. Hacedme, Hijo mío, tal como queréis que sea con vos.
—Luego se convirtió la prudentísima Madre a ofrecer su Unigénito al eterno Padre, y dijo: Altísimo Criador de todo el universo, aquí está el altar y el sacrificio aceptable a vuestros ojos. Desde esta hora, Señor mío, mirad al linaje humano con misericordia, y cuando merezcamos vuestra indignación, tiempo es de que se aplaque con vuestro Hijo y mío. Descanse ya la justicia, y magnifíquese vuestra misericordia, pues para esto se ha vestido el Verbo divino la similitud de la carne del pecado (Rom 8, 3) y se ha hecho hermano de los mortales y pecadores. Por este título los reconozco por hijos y pido con lo íntimo de mi corazón por ellos. Vos, Señor poderoso, me habéis hecho Madre de vuestro Unigénito sin merecerlo, porque esta dignidad es sobre todos merecimientos de criaturas, pero debo a los hombres en parte la ocasión que han dado a mi incomparable dicha, pues por ellos soy Madre del Verbo humanado pasible y Redentor de todos. No les negaré mi amor, mi cuidado y desvelo para su remedio. Recibid, eterno Dios, mis deseos y peticiones para lo que es de vuestro mismo agrado y voluntad.
483. Convirtióse también la Madre de Misericordia a todos los mortales, y hablando con ellos dijo: Consuélense los afligidos, alégrense los desconsolados, levántense los caídos, pacifíquense los turbados, resuciten los muertos, letifíquense los justos, alégrense los santos, reciban nuevo júbilo los espíritus celestiales, alíviense los profetas y patriarcas del limbo y todas las generaciones alaben y magnifiquen al Señor que renovó sus maravillas. Venid, venid, pobres; llegad, párvulos, sin temor, que en mis manos tengo hecho cordero manso al que se llama león; al poderoso, flaco; al invencible, rendido. Venid por la vida, llegad por la salud, acercaos por el descanso eterno, que para todos le tengo y se os dará de balde y le comunicaré sin envidia. No queráis ser tardos y pesados de corazón, oh hijos de los hombres. Y vos, dulce bien de mi alma, dadme licencia para que reciba de vos aquel deseado ósculo de todas las criaturas. — Con esto la felicísima Madre aplicó sus divinos y castísimos labios a las caricias tiernas y amorosas del niño Dios, que las esperaba como Hijo suyo verdadero.
484. Y sin dejarle de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre. Y como la beatísima Trinidad asistía con especial modo al nacimiento del Verbo encarnado, quedó el cielo como desierto de sus moradores, porque toda aquella corte invisible se trasladó a la feliz cueva de Belén y adoró también a su Criador en hábito nuevo y peregrino. Y en su alabanza entonaron los Santos Ángeles aquel nuevo
cántico: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2, 14). Y con dulcísima y sonora armonía le repitieron, admirados de las nuevas maravillas que veían puestas en ejecución y de la indecible prudencia, gracia, humildad y hermosura de una doncella tierna de quince años, depositaría y ministra digna de tales y tantos sacramentos.
San José y el Niño Dios485. Ya era hora que la prudentísima y advertida Señora llamase a su fidelísimo esposo San José, que, como arriba dije (Cf. supra n. 472), estaba en divino éxtasis, donde conoció por revelación todos los misterios del sagrado parto que en aquella noche se celebraron. Pero convenía también que con los sentidos corporales viese y tratase, adorase y reverenciase al Verbo humanado, antes que otro alguno de los mortales, pues él solo era entre todos escogido para despensero fiel de
tan alto sacramento. Volvió del éxtasis mediante la voluntad de su divina Esposa, y restituido en sus sentidos, lo primero que vio fue el niño Dios en los brazos de su virgen Madre, arrimado a su sagrado rostro y pecho. Allí le adoró con profundísima humildad y lágrimas. Besóle los pies con nuevo júbilo y admiración, que le arrebatara y disolviera la vida, si no le conservara la virtud divina, y los sentidos perdiera, si no fuera necesario usar de ellos en aquella ocasión. Luego que el santo José adoró al niño, la prudentísima Madre pidió licencia a su mismo Hijo para asentarse, que hasta entonces había estado de rodillas, y administrándole San José los fajos y pañales que traían, le envolvió en ellos con incomparable reverencia, devoción y aliño, y así empañado y fajado, con sabiduría divina le reclinó la misma Madre en el pesebre, como el Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7), aplicando algunas pajas y heno a una piedra, para acomodarle en el primer lecho que tuvo Dios hombre en la tierra fuera de los brazos de su Madre. Vino luego, por
voluntad divina, de aquellos campos un buey con suma presteza, y entrando en la cueva se juntó al jumentillo que la misma Reina había llevado; y ella les mandó adorasen con la reverencia que podían y reconociesen a su Criador. Obedecieron los humildes animales al mandato de su Señora y se postraron ante el niño y con su aliento le calentaron y sirvieron con el obsequio que le negaron los hombres. Así estuvo Dios hecho hombre envuelto en paños, reclinado en el pesebre entre dos animales, y se cumplió milagrosamente la profecía: que conoció el buey a su dueño y el jumento al pesebre de su señor, y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo inteligencia (Is 1, 3). Doctrina de la Reina María santísima.
486. Hija mía, si los mortales tuvieran desocupado el corazón y sano juicio para considerar dignamente este gran sacramento de piedad que el Altísimo obró por ellos, poderosa fuera su memoria para reducirlos al camino de la vida y rendirlos al amor de su Criador y Reparador. Porque siendo los hombres capaces de razón, si de ella usaran con la dignidad y libertad que deben, ¿quién fuera tan insensible y duro que no se enterneciera y moviera a la vista de su Dios humanado y humillado a nacer pobre, despreciado, desconocido, en un pesebre entre animales brutos, sólo con el abrigo de una madre pobre y desechada de la estulticia y arrogancia del
mundo? En presencia de tan alta sabiduría y misterio, ¿quién se atreverá a amar la vanidad y soberbia, que aborrece y condena el Criador de cielo y tierra con su ejemplo? Ni tampoco podrá aborrecer la humildad, pobreza y desnudez, que el mismo Señor amó y eligió para sí, enseñando el medio verdadero de la vida eterna. Pocos son los que se detienen a considerar esta verdad y ejemplo, y con tan fea ingratitud son pocos los que consiguen el fruto de tan grandes sacramentos.
487. Pero si la dignación de mi Hijo santísimo se ha mostrado tan liberal contigo en la ciencia y luz tan clara que te ha dado de estos admirables beneficios del linaje humano, considera bien, carísima, tu obligación y pondera cuánto y cómo debes obrar con la luz que recibes. Y para que correspondas a esta deuda, te advierto y exhorto de nuevo que olvides todo lo terreno y lo pierdas de vista y no quieras ni admitas otra cosa del mundo más de lo que te puede alejar y ocultar de él y de sus moradores, para que desnudo el corazón de todo afecto terreno, te dispongas para celebrar en él los misterios de la pobreza, humildad y amor de tu Dios
humanado. Aprende de mi ejemplo la reverencia, temor y respeto con que le has de tratar, como yo lo hacía cuando le tenía en mis brazos; y ejecutarás esta doctrina cuando tú le recibas en tu pecho en el venerable Sacramento de la Eucaristía, donde está el mismo Dios y hombre verdadero que nació de mis entrañas. Y en este Sacramento le recibes y tienes realmente tan cerca, que está dentro de ti misma con la verdad que yo le trataba y tenía, aunque por otro modo.
488. En esta reverencia y temor santo quiero que seas extremada, y que también adviertas y entiendas, que con la obra de entrar Dios sacramentado en tu pecho te dice lo mismo que a mí me dijo en aquellas razones: Que me asimilase a él, como lo has entendido y escrito. El bajar del cielo a la tierra, nacer en pobreza y humildad, vivir y morir en ella con tan raro ejemplo y enseñanza del desprecio del mundo y de sus engaños, y la ciencia que de estas obras te ha dado, señalándose contigo en alta y encumbrada inteligencia y penetración, todo esto ha de ser para ti una voz viva que debes oír con íntima atención de tu alma y escribirla en tu corazón, para que con discreción hagas propios los beneficios comunes y entiendas que de ti quiere mi Hijo santísimo y mi Señor los agradezcas y recibas, como si por ti (Gal 2, 20) sola hubiera bajado del cielo a redimirte y obrar todas las maravillas y doctrina que dejó en su Iglesia santa.

CAPITULO 11

Cómo los santos Ángeles evangelizaron en diversas partes el nacimiento de nuestro Salvador, y los pastores vinieron a adorarle
Adoración de los pastores al Niño Dios (ft img)489. Habiendo celebrado los cortesanos del cielo en el portal de Belén el nacimiento de su Dios humanado y nuestro Reparador, fueron luego despachados algunos de ellos por el mismo Señor a diversas partes, para que evangelizasen las dichosas nuevas a los que según la divina voluntad estaban dispuestos para oírlas. El santo príncipe Miguel fue a los santos padres del limbo y les anunció cómo el Unigénito del Padre eterno hecho hombre había ya nacido y quedaba en el mundo y en un pesebre entre animales, humilde y manso cual ellos le habían profetizado. Y especialmente habló a los santos Joaquín y Ana de parte de la dichosa Madre, porque ella misma se lo ordenó, y les dio la enhorabuena de que ya tenía en sus brazos al deseado de las gentes y prenunciado de todos los profetas y patriarcas. Fue el día de mayor consuelo y alegría que en su largo destierro había tenido toda aquella gran congregación de justos y santos. Y reconociendo todos al nuevo Hombre y Dios verdadero por autor de la salud eterna, hicieron nuevos cánticos en su alabanza y le adoraron y dieron culto. San Joaquín y Santa Ana, por medio del paraninfo del cielo San Miguel, pidieron a María su hija santísima que en su nombre reverenciase al niño Dios, fruto bendito de su virginal vientre, y así lo hizo luego la gran Reina del mundo, oyendo con extremado júbilo todo lo que el santo Príncipe le refirió de los padres del limbo.
490. Otro Ángel de los que guardaban y asistían a la divina Madre fue enviado a Santa Isabel y su hijo San Juan Bautista, y habiéndoles anunciado la nueva natividad del Redentor, la prudente matrona con su hijo, aunque era tan niño y tierno, se postraron en tierra y adoraron a su Dios humanado en espíritu y verdad (Jn 4, 23) . Y el niño que estaba consagrado para su precursor fue renovado interiormente con nuevo espíritu más inflamado que el de Elías, causando estos misterios en los mismos Ángeles nueva admiración y alabanza. Pidieron también San Juan Bautista y su madre a nuestra Reina, por medio de los Ángeles, que en nombre de los dos adorase a su Hijo santísimo y los ofreciese de nuevo a su servicio; y todo lo cumplió luego la Reina celestial.
491. Con este aviso despachó luego Santa Isabel un propio a Belén y con él envió un regalo a la feliz Madre del niño Dios, que fue algún dinero, lienzo y otras cosas para abrigo del recién nacido y de su pobre Madre y esposo. Fue el propio con solo orden que visitase a su prima y a San José y que atendiese a la comodidad y necesidad que tuviesen, y de esto y su salud trajese nuevas ciertas. No tuvo este hombre más noticia del sacramento que sólo lo exterior que vio y reconoció, pero admirado y tocado de una fuerza divina volvió renovado interiormente y con júbilo admirable contó a Santa Isabel la pobreza y agrado de su deuda y del niño y San José, y los efectos que de verlo todo había sentido; y en el corazón dispuesto de la piadosa matrona fueron admirables los que obró tan sincera relación. Y si no interviniera la voluntad divina para el secreto y recato de tan alto sacramento, no se pudiera contener para dejar de visitar a la Madre Virgen y al niño Dios recién nacido. De las cosas que les envió tomó alguna parte la Reina, para suplir en algo la pobreza en que se hallaba, y lo demás distribuyó con los pobres; que de éstos no quiso le faltase compañía los días que estuvo en el portal o cueva del nacimiento.
492. Fueron también otros Ángeles a dar las mismas nuevas a San Zacarías, a San Simeón y Santa Ana la Profetisa, y a otros algunos justos y santos, de quienes se pudo fiar el nuevo misterio de nuestra redención; porque hallándolos el Señor dignamente prevenidos para recibirle con alabanza y fruto, parecía como deuda a su virtud no ocultarle el beneficio que se concedía al linaje humano. Y aunque no todos los justos de la tierra conocieron entonces este sacramento, pero en todos hubo algunos efectos divinos en la hora que nació el Salvador del mundo, porque todos los que estaban en gracia sintieron interior júbilo, nuevo y sobrenatural, ignorando la causa en particular. Y no sólo hubo mutaciones en los ángeles y en los justos, sino en otras criaturas insensibles, porque todas las influencias de los planetas se renovaron y mejoraron. El sol apresuró mucho su curso, las estrellas dieron mayor resplandor, y para los Reyes magos se formó aquella noche la milagrosa estrella (Mt 2, 2) que los encaminó a Belén; muchos árboles dieron flor y otros frutos, algunos templos de ídolos se arruinaron y otros ídolos cayeron y salieron de ellos demonios. Y de todos estos milagros, y otros que fueron manifiestos al mundo aquel día, daban diferentes causas los hombres desatinando en la verdad. Sólo entre los justos hubo muchos que con impulso divino sospecharon o creyeren que Dios había venido al mundo, aunque con certeza nadie lo supo, fuera de aquellos a quienes él mismo lo reveló. Entre ellos fueron los tres Reyes magos, a quienes enviaron otros Ángeles de los custodios de la Reina, que a cada uno singularmente, donde estaban en las partes del oriente, les revelaran intelectualmente por habla interior cómo el Redentor del linaje humano había nacido en pobreza y humildad. Y con esta revelación se les infundieron nuevos deseos de buscarle y adorarle, y luego vieron la señalada estrella que los encaminó a Belén, como diré adelante (Cf. Infra p.II n. 552ss).
493. Entre todos fueron muy dichosos los pastores (Lc 2, 8) de aquella región, que desvelados guardaban sus rebaños a la misma hora del nacimiento. Y no sólo porque velaban con aquel honesto cuidado y trabajo que padecían por Dios, mas también porque eran pobres, humildes y despreciados del mundo, justos y sencillos de corazón, eran de los que en el pueblo de Israel esperaban con fervor y deseaban la venida del Mesías, y de ella hablaban y conferían repetidas veces. Tenían mayor semejanza con el autor de la vida, tanto cuanto eran más disímiles del fausto, vanidad y ostentación mundana y lejos de su diabólica astucia. Representaban con estas nobles condiciones el oficio que venía a ejercer el pastor bueno, a reconocer sus ovejas y ser de ellas reconocido (Jn 10, 14). Por estar en tan conveniente disposición, merecieron ser citados y convidados como primicias de los Santos por el mismo Señor, para que entre los mortales fuesen ellos los primeros a quien se manifestase y comunicase el Verbo eterno humanado, y de quien se diese por alabado, servido y adorado. Para esto fue enviado el mismo Arcángel San Gabriel y, hallándolos en su vigilia, se les apareció en forma humana visible con gran resplandor de candidísima luz.
494. Halláronse los pastores repentinamente rodeados y bañados de celestial resplandor, y con la vista del Ángel, como poco ejercitados en tales revelaciones, temieron con gran pavor. Y el santo príncipe los animó, y les dijo: Hombres sinceros, no queráis temer, que os Evangelizo un grande gozo, y es que para vosotros ha nacido hoy el Salvador Cristo Señor nuestro en la ciudad de David. Y os doy por señal de esta verdad, que hallaréis al infante envuelto en paños y puesto en un
pesebre. — A estas palabras del Santo Arcángel sobrevino de improviso gran multitud de celestial milicia, que con dulces voces y armonía alabaron al Muy Alto, y dijeron: Gloria en las alturas a Dios y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2, 9ss). — Y repitiendo este divino cántico tan nuevo en el mundo, desaparecieron los Santos Ángeles; sucediendo todo esto en la cuarta vigilia de la noche. Con esta visión angélica quedaron los humildes y dichosos pastores
llenos de luz divina, encendidos y fervorosos, con deseo uniforme de lograr su felicidad y llegar a reconocer con sus ojos el misterio altísimo que ya habían percibido por el oído.
Anuncio del ángel a los pastores495. Las señas que les dio el Santo Ángel no parecían muy a propósito ni proporcionadas con los ojos de la carne para la grandeza del recién nacido; porque estar en un pesebre envuelto en humildes y pobres paños, no fueran indicios eficaces para conocer la majestad de rey, si no la penetraran con divina luz, de que fueron ilustrados y enseñados. Y porque estaban desnudos de la arrogancia y sabiduría mundana, fueron brevemente instruidos en la divina. Y confiriendo entre sí mismos lo que cada uno sentía de la nueva embajada, se determinaron de ir a toda prisa a Belén y ver la maravilla que habían oído de parte del Señor. Partieron luego sin dilación, y entrando en la cueva o portal hallaron, como dice el Evangelista San Lucas (Lc 2, 9ss), a María, a José y al infante reclinado en el pesebre. Y viendo todo esto conocieron la verdad de lo que habían oído del niño. A esta experiencia y visión se siguió una ilustración interior que recibieron con la vista del Verbo humanado; porque cuando los pastores pusieron en él los ojos, el mismo niño divino también los miró, despidiendo de su rostro grande resplandor, con cuyos rayos y refulgencia
hirió el corazón sencillo de cada uno de aquellos pobres y felices hombres, y con eficacia divina los trocó y renovó en nuevo ser de gracia y santidad, dejándolos elevados y llenos de ciencia divina de los misterios altísimos de la encarnación y redención del linaje humano.
496. Postráronse todos en tierra y adoraron al Verbo humanado, y no ya como hombres rústicos e ignorantes, sino como sabios y prudentes le alabaron, confesaron y engrandecieron por verdadero Dios y hombre, Reparador y Redentor del linaje humano. La divina Señora y Madre del infante Dios estaba atenta a todo lo que decían, hacían y obraban los pastores, exterior e interior, por que penetraba lo íntimo de sus corazones. Y con altísima sabiduría y prudencia confería y guardaba todas estas cosas en su pecho (Lc 2, 19), careándolas con los misterios que en él tenía y con las Santas Escrituras y profecías. Y como ella era entonces el órgano del Espíritu Santo y la lengua del infante, habló a los pastores y los instruyó, amonestó y exhortó a la perseverancia en el mor divino y servicio del Altísimo. Ellos también la reguntaron a su modo y respondieron muchas cosas de los misterios que habían conocido; y estuvieron en el portal desde el punto de amanecer hasta después del ediodía, que habiéndoles dado de comer nuestra gran Reina, los despidió llenos de gracias y consolación celestial.
497. En los días que estuvieron en el portal María santísima, el Niño Dios y San José, volvieron algunas veces a visitarlos estos Santos Pastores y les trajeron algunos regalos de lo que su pobreza alcanzaba. Y lo que el Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 18), que se admiraban los que oyeron hablar a los pastores de lo que habían visto, no sucedió hasta después que la Reina con el Niño Dios y San José se fue y se alejó de Belén; porque lo dispuso así la divina sabiduría y que no lo pudiesen ublicar antes los pastores. Y no todos los que los oyeron les dieron crédito, juzgándolos algunos por gente rústica e ignorante, pero ellos fueron santos y llenos de ciencia divina hasta la muerte. Entre los que les dieron crédito fue Herodes, aunque no por fe ni piedad santa, sino por el temor mundano y pésimo de perder el reino. Y entre los niños que quitó la vida, fueron algunos hijos de estos santos hombres, que también merecieron esta grande dicha, y sus padres los ofrecieron con alegría al martirio, que ellos deseaban, y a padecer por el Señor que conocían.



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