¡Dios bendiga a Papa Francisco! ¡Mamita María y San José le protejan cada instante!
Corazón misericordioso
El libro El jesuita de Rubín-Ambrogetti, publicado en el 2010 y redactado en base a una serie de entrevistas al entonces Arzobispo de Buenos Aires Mons. Jorge M. Bergoglio, trae la anécdota que trascribo. Para mi, sacerdote, es una verdadera lección entrega y servicio a los demás. Por otro lado, es claro que la Misericordia de Dios con los hombres habitualmente llega mediante otros hombres, verdaderos mediadores, y esos somos nosotros.
“El entonces obispo auxiliar de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, cerró la carpeta en la que estaba trabajando en su oficina del arzobispado y miró la hora. Lo esperaban para un retiro en un convento a las afueras de Buenos Aires y tenía el tiempo casi justo para tomar el tren. Aun así, no dejó de recorrer el breve trayecto hasta la Catedral. Como todos los días, quería rezar, aunque sea unos minutos delante del Santísimo Sacramento, antes de continuar con la intensa actividad.
En el interior del templo se sintió aliviado por el silencio y la frescura, en contraste con el calor de una tórrida tarde de verano. Cuando estaba saliendo se le acercó un joven, que no parecía estar del todo bien psíquicamente, para pedirle que lo confesara. Tuvo que hacer un esfuerzo para disimular un gesto de fastidio por la demora que implicaba esa circunstancia.
El muchacho, de unos 28 años, hablaba como si estuviera ebrio, pero presentí que probablemente estaba bajos los efectos de alguna medicación psiquiátrica, recuerda el cardenal. Entonces yo –agrega-, el testigo del Evangelio, el que estaba haciendo apostolado, le dije: “Ahora nomás viene un padre y te confesás con él porque tengo que hacer algo. Yo sabía que el sacerdote llegaba recién a las cuatro, pero pensé que, como el hombre estaba medicado, no se daría cuenta de la espera y salí muy suelto de cuerpo. Pero a poco andar, sentí una vergüenza tremenda; me volví y le expresé: “el Padre va a tardar; te confieso yo”. Bergoglio recuerda que después de confesarlo lo llevó delante de la Virgen para pedirle que lo cuidara y, finalmente, se fue pensando que el tren ya se había ido. Pero, al llegar a la estación, me enteré de que el servicio estaba atrasado y pude tomar el mismo de siempre. A la vuelta, no enfilé directamente para mi casa, sino que pasé por donde estaba mi confesor, porque lo que había hecho me pesaba. Si no me confieso mañana no puedo celebrar Misa con esto, me dije.”
“El entonces obispo auxiliar de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, cerró la carpeta en la que estaba trabajando en su oficina del arzobispado y miró la hora. Lo esperaban para un retiro en un convento a las afueras de Buenos Aires y tenía el tiempo casi justo para tomar el tren. Aun así, no dejó de recorrer el breve trayecto hasta la Catedral. Como todos los días, quería rezar, aunque sea unos minutos delante del Santísimo Sacramento, antes de continuar con la intensa actividad.
En el interior del templo se sintió aliviado por el silencio y la frescura, en contraste con el calor de una tórrida tarde de verano. Cuando estaba saliendo se le acercó un joven, que no parecía estar del todo bien psíquicamente, para pedirle que lo confesara. Tuvo que hacer un esfuerzo para disimular un gesto de fastidio por la demora que implicaba esa circunstancia.
El muchacho, de unos 28 años, hablaba como si estuviera ebrio, pero presentí que probablemente estaba bajos los efectos de alguna medicación psiquiátrica, recuerda el cardenal. Entonces yo –agrega-, el testigo del Evangelio, el que estaba haciendo apostolado, le dije: “Ahora nomás viene un padre y te confesás con él porque tengo que hacer algo. Yo sabía que el sacerdote llegaba recién a las cuatro, pero pensé que, como el hombre estaba medicado, no se daría cuenta de la espera y salí muy suelto de cuerpo. Pero a poco andar, sentí una vergüenza tremenda; me volví y le expresé: “el Padre va a tardar; te confieso yo”. Bergoglio recuerda que después de confesarlo lo llevó delante de la Virgen para pedirle que lo cuidara y, finalmente, se fue pensando que el tren ya se había ido. Pero, al llegar a la estación, me enteré de que el servicio estaba atrasado y pude tomar el mismo de siempre. A la vuelta, no enfilé directamente para mi casa, sino que pasé por donde estaba mi confesor, porque lo que había hecho me pesaba. Si no me confieso mañana no puedo celebrar Misa con esto, me dije.”